Aunque han pasado once años de su partida, es imposible no hablar de Armando Robles Godoy (Nueva York, 7 de febrero de 1923 – Lima, 10 de agosto de 2010) cuando se recogen los hitos que marcaron el desarrollo del cine peruano. Me quedó claro hace poco, cuando, en una entrevista al reconocido director de fotografía Pili Flores Guerra, le pregunté por los giros significativos en la historia de nuestra cinematografía. “Nadie ha sido más revolucionario que Armando Robles Godoy”, dijo. Estima y solemnidad se sintieron en esas palabras.
El camino del artista
Los primeros largometrajes de Armando Robles Godoy se rodaron en la década de 1960, cuando el realizador superaba los 40 años. Esto hizo que su ingreso al mundo del cine no fuera el de una joven promesa, sino, más bien, el de un joven curtido por su trabajo en la prensa, por su constante ejercicio de escritura y por la aventura que significó su vida en la selva, como colono. Su arte se alimentó de su experiencia de vida, y sus películas presentaron una singular complejidad que no siempre fue bien entendida por la crítica de su época.
El tiempo, como siempre, puso las cosas en perspectiva. Hoy, la sala de cine del Ministerio de Cultura lleva su nombre, y películas como En la selva no hay estrellas (1967) o La muralla verde (1970) —ambas basadas en relatos escritos por el mismo Robles Godoy— son consideradas clásicos indiscutibles.
El último ciclo de cine dedicado a él fue en abril de 2021. Los responsables —el cineclub Libro de la imagen y la Casa de la Literatura— dijeron entonces del autor y su obra: “Su propuesta fílmica se caracterizó por ofrecer al espectador un lenguaje sumamente artístico y de vanguardia, sin escatimar en riesgos. Posiblemente su obra sea la más original que haya dado el cine peruano, pues a partir de la década del sesenta empezó a realizar películas autorales que dialogaban con las obras que renovaban el lenguaje cinematográfico de aquella época. Esto sin que haya una sólida tradición cinematográfica peruana previa de la cual sostenerse”.
Sin embargo, los aportes de Robles Godoy no solo son evidentes en la pantalla. La directora Judith Vélez asegura, sin dudar, que las y los cineastas peruanos le deben mucho a Armando Robles Godoy. “En la segunda mitad del siglo XX, cuando la producción cinematográfica era inexistente por la falta de una ley de cine, propuso en sus películas un cine más personal. Abrió un camino nuevo alejado de la puesta en escena clásica con fuerte contenido social y transitó, en cambio, por la experimentación con la temporalidad del lenguaje cinematográfico y el mundo sonoro, en premiadas películas como Espejismo y La muralla verde. Luchó incansablemente por darnos la primera ley de cine, que fue aprobada en 1974, y abrió la primera Escuela de Cine que formó a varias generaciones de cineastas”, recuerda.
Emilio Bustamante, investigador, docente y crítico de cine, añade a lo dicho: “Desde las páginas de La Prensa en 1961, prácticamente inauguró la crítica cinematográfica moderna en el país al enfatizar en sus reseñas el uso del lenguaje cinematográfico en los filmes y valorar al entonces reciente cine de la modernidad. Como docente, instruyó a numerosas promociones a lo largo de varias décadas en el taller de cine que codirigió con Augusto Geu Rivera. Como realizador, fue el principal representante del cine de autor en el Perú, y sus películas se cuentan entre las primeras en ganar premios en festivales internacionales de importancia. Tuvo, además, un importante papel en la gestación y promulgación de las dos leyes de promoción cinematográfica que guiaron la producción en el país durante casi 50 años. Es difícil —si no imposible— imaginarse al cine peruano sin su influencia”.
Sus películas, sin embargo, ni son accesibles ni han sido adecuadamente restauradas. Se echa de menos la existencia de una videoteca nacional y de una política de protección de nuestra cinematografía, antes de que sea demasiado tarde.
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