José Luis Montoya fue un prestigioso abogado y un notable escritor, conocido por muy pocos a pesar de haber publicado, a lo largo de más de veinticinco años, veinte libros de relatos y poemas. Ese desconocimiento se debe a que fueron publicaciones que, por propia voluntad, tuvieron un tiraje mínimo en ediciones particulares y ninguna difusión en presentaciones literarias, a las que siempre se negó.
La actitud reticente a la divulgación de sus escritos no se debía ni a inseguridad ni a timidez, sino a un rechazo a ser difundido públicamente. José Luis Montoya era plenamente consciente de su valor como escritor, pero no consideraba que la literatura tuviera necesariamente que tener una vertiente pública, y le bastaba que lo leyeran sus amigos y conocidos. Ahora, sin embargo, es el momento de iniciar la difusión de sus escritos.
Abelardo Oquendo en una ocasión le dedicó su columna “Inquisiciones” en La República —con el título de “Un escritor por descubrir”— en la que afirma que en José Luis Montoya se manifiesta la pasión literaria en toda su pureza, al margen de cualquier pretensión de aceptación o fama: un “caso de amor puro y desinteresado por la literatura”. Montoya, según Oquendo, “no está interesado en el aplauso o el reconocimiento”, a pesar de ser “muy bueno escribiendo. El suyo es una suerte de minimalismo provisto de un lenguaje diestro y gustoso, sin ripio y sin artificios”. Termina Oquendo su nota con la siguiente afirmación: “Quizá alguna vez la crítica lo descubra”.
Oquendo no fue el único en celebrar públicamente los escritos de Montoya. Mirko Lauer, en La República, comentando el libro Relatos cortos. 1993-1996, escribe que es un volumen de “espléndidos relatos que son estampas sorprendentes y gratificantes” en los que es “notoria la calidad de la ternura en el planteamiento”. Relatos escritos “en prosa no amarga —como es la norma literaria local— sino resignada y agradecida” hacen que sus textos sean “insólitamente frescos”. Finaliza Lauer mencionando “la ternura y el evidente talento de Montoya”.
Su poesía también fue elogiada. Jorge Capriata, poeta y excelente traductor de los sonetos completos de Shakespeare —refiriéndose a un libro de poemas de José Luis Montoya publicado en 2003— habla de sus “pulcros y cabales poemas que desarrollan a la perfección la poética de la palabra conceptual y rítmicamente entrelazada, haciendo de lo poético un ejercicio existencial con un aparente desapego formal”. Considera Capriata que el trabajo poético de Montoya es “escrupuloso en la expresión, y sus poemas plasman vivencias en un lenguaje a la vez conceptualista y absolutamente personal”.
Para terminar con estas apreciaciones, citaré a Marco Aurelio Denegri que, comentando el libro de poemas El final del milenio, escribe “que la verdad, sencillez y desenvoltura con que poetiza José Luis Montoya merece nuestros más sinceros parabienes”.
Las primeras inquietudes literarias de José Luis Montoya se formaron en los seminarios que dirigía Luis Jaime Cisneros hacia fines de los años cincuenta en el Instituto Riva-Agüero y al que asistían, entre otros, Mario Vargas Llosa y Luis Loayza. Su primer relato se tituló “El Regreso” y se publicó en 1958 en el segundo número de la revista Areté.
A partir de 1971, José Luis Montoya comenzó a publicar con regularidad sus relatos y poemas, que él prefería llamar “versos”.
Un observador memorioso e inteligente
Montoya no fue un escritor de domingo. Asumió con seriedad su vocación literaria y fue un infatigable trabajador de sus escritos, que corregía interminables veces, incluso cuando ya estaban en la imprenta. Su búsqueda de la palabra exacta, de la expresión adecuada y del comentario pertinente solo terminaba con el libro impreso.
Sus relatos son un fiel reflejo de lo que él era: un observador memorioso e inteligente de la realidad, incluso en sus mínimos detalles, que sabía llevar a un plano reflexivo, compasivo o mordaz. Sus narraciones son muchas veces insólitas, pues en ellas aparentemente no sucede nada y, sin embargo, terminada la lectura, nos damos cuenta de que se han retratado, con mano sobria y generosa, perfiles de la condición humana.
Su prosa, sencilla en su elegancia, es siempre efectiva en sorprender situaciones y retratar personas que persisten en la memoria una vez acabada la lectura. Sus versos, claros y descriptivos, hechos de serenas y reflexivas ponderaciones, comunican su visión del mundo, y su preocupación por la felicidad, el amor, la amistad y la muerte.
Que estas líneas sean un homenaje a un notable escritor y a un amigo entrañable.
Café en Manhattan
Relato de José Luis Montoya
Cerca a las doce de la noche, para matar el tiempo, fui a tomar café en un local ubicado en la Sexta Avenida y la Calle Octava, no lejos de la Facultad de Derecho. El establecimiento parece antiguo por su decoración, pero no lo es y está siempre muy iluminado y concurrido, como se puede apreciar desde fuera, a través de un gran ventanal adornado con letras doradas. Adentro, acogiéndose a la calefacción, hay personas de todo aspecto y el bullicio es incesante. Sin embargo, pese a tantas voces, a nadie se le ocurre protestar por el café aguado que allí venden, pues así se lo bebe en este país. El servicio, en cambio, es muy eficiente. Se atiende a los clientes con rapidez, comunicándose solo mediante gestos y monosílabos y lanzándoles los trastos con precisión. La gente se sienta en torno a las mesas o en los bancos que bordean un largo mostrador y conversa y profiere risotadas agachados sobre el café humeante, trenzando las piernas en los postes de los asientos: hay ambiente. Allí, sobre un invariable desorden de tazas, ceniceros, platos y libros, los amigos de la universidad solemos discutir de política y mujeres hasta bien entrada la madrugada.
Esta vez, entre el gentío, apareció una mujer en la que me fijé casi sin querer. Hermosa, vívida, con el rostro empezando a arrugársele, me llamaron la atención especialmente sus ojos verdes, ojos grandes y tristes, magullados por obscuras ojeras. La acompañaba, trasnochando, una niña, hija suya indudablemente, con esos mismos ojos de la madre, pero aun más melancólicos. Vestían ambas iguales sobretodos y gorros y de ellos caían fina escarcha. Hacía mucho frío en aquella noche de enero de Nueva York.
En medio de la ardorosa discusión de nuestro grupo, cuyo hilo había perdido ya hacía rato, continué observándolas. Las dos se sentaron cerca de nosotros, hicieron su pedido y esperaron en silencio. Al recibir su taza, la niña preparó con cuidado la bebida poniéndole el azúcar contenida en un pequeño sobre que rasgó con pulcritud. Resoplando, probó el café con cautela. Ahora lo bebía, y después de cada sorbo alzaba el rostro como en silenciosa reflexión, la mirada derecha y distante a través del tenue vapor y entre la ruidosa e indiferente concurrencia. La niña parecía ensimismada, preocupada.
Pasado un momento ambas mujeres empezaron a charlar. Madre e hija tomaban café y conversaban ahora como dos viejas amigas. Estaban hablando tranquilamente cuando de pronto, sin aviso, por la cara límpida de la niña corrieron dos gruesas lágrimas que encendieron, por unos segundos, como un fogonazo, sus rojas mejillas y sus ojos adultos. Pareció ser solo un instante de ira; un fugaz pero incontenible reproche. Su mirada dejaba de encandilarse, mientras la madre, inclinada, le hablaba ahora muy cerca al oído y hacía el ademán de ponerle afectuosamente la punta de los dedos en cada ojo. La niña dejó de llorar y ambas siguieron tomando café en silencio con los semblantes serios.
A poco su conversación también se reanudó. Pero ahora la niña mayormente escuchaba, moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro, con tristeza. Estuvo así, escuchando pensativa, con los ojos bien abiertos, como si prestara atención al ritmo de su propia respiración. Al rato, las dos mujeres se miraron y sonrieron tímidamente. Hasta imaginé —desde mi frío café— que un rayo de alegría brotó cuando ambas se dieron un leve golpe de cabezas y sonrieron más abiertamente.
Al terminar sus bebidas pusieron inmediatamente las tazas vacías en orden, dejaron el importe del consumo sobre la mesa con un gesto de exactitud y comprobación y se incorporaron en ágil movimiento, decididas, como si no tuvieran ya tiempo que perder.
Entonces contemplé que en medio del mismo bullicio y el indiferente entrar y salir de la gente, estas dos mujeres solas y calladas se encaminaron hacia la calle y se fueron muy juntas, abrazándose, protegiéndose como dos buenas compañeras en esa dura medianoche de invierno y sin hacer caso para nada a nuestra discusión estudiantil llena de vehementes palabras sobre pasiones que ninguno de nosotros había sentido.
(Mayo, 1965)