Cazar una araña y alimentarla durante días para observar y comprender su proceso evolutivo puede ser un juego de niños que, con el tiempo, se convierte en algo grande. Al menos así lo fue para el ingeniero agrónomo Eduardo Lama, quien desarrolló desde niño una extraña fascinación por los insectos. Ya de grande —cuando empezaba su carrera— veía día a día miles o millones de insectos muertos en los campos de cultivos de cítricos, exterminados por plaguicidas o insecticidas. Se dio cuenta, entonces, de que la ingeniería agrónoma se enfocaba en eliminar a los insectos. Allí, donde la mayoría veía un problema, él empezó a ver una solución y cambió de rumbo. “Quisimos reivindicar al insecto en la sociedad. Lo vemos como una plaga que afecta las frutas o las hortalizas, o como transmisor de enfermedades. Pero no lo vemos como alimento, como una fuente alternativa de proteína sostenible”, sostiene el ingeniero Lama desde su laboratorio en la Universidad Agraria, donde hoy tiene un criadero de 50 metros cuadrados, con un billón de larvas por metro cuadrado del escarabajo Tenebrio molitor.
Esta historia empezó en 2017. En Arequipa, en un almacén de menestras y granos de exportación, había una plaga de insectos que eliminar. Los intrusos eran coleópteros o escarabajos llamados Tenebrio molitor —más abundantes en su forma larvaria y conocidos como gusanos de la harina—. Antes de una inminente exterminación, el ingeniero Lama, que venía investigando las posibilidades de aprovechar los insectos con fines sostenibles, recolectó de allí tres kilos de estas larvas y las llevó al laboratorio.
Y así, ese mismo año, junto con su hermana, la ingeniera pesquera Raisa Lama, y el ingeniero industrial Renzo Cateriano, crearon Ento Piruw, un emprendimiento para crear alimentos nutritivos a base de insectos. Una revolución en el sector. Luego de muchos ensayos, elaboraron una barra proteica con alto contenido en hierro y proteína a la que llamaron Demolitor. Los ingredientes eran pasta de cacao de Pozuzo; miel de abeja de Tarma; tarhui, kiwicha y quinua de Huaraz; sal; y polvo de Tenebrio molitor. Los resultados comparativos en valor nutricional frente a la carne de vaca o de pollo son demoledores. Mientras que la barra contiene 15,3 mg de hierro y 52 % de proteína, la carne de res solo tiene 1,9 mg de hierro y 22 % de proteína, y la de pollo, apenas 1,5 mg de hierro y 19 % de proteína.
Estos alentadores resultados fueron posibles debido a una crianza masiva y controlada de insectos en un laboratorio y los respectivos protocolos científicos y sanitarios. Sin embargo, no se trata de algo nuevo en el Perú. Por el contrario, la entomofagia (comer insectos) es una tradición milenaria en nuestro país, aunque poco registrada en estudios científicos. Según la investigación que sirvió de base para el libro Sabrosos insectos peruanos ( 2019 ), los ashánincas, por ejemplo, se alimentaban de la oruga inkorató. Actualmente, la larva de escarabajo más famosa de la Amazonía peruana es el suri, la cual se vende en los mercados tradicionales, especialmente en Belén, Iquitos, ya sea cruda, frita o en caldo. Otro ejemplo es la comunidad de Rumicallpa, en San Martín, donde se consume de forma tradicional la larva del insecto curo.
Una alternativa para la humanidad
“En el Perú, tenemos más de 200 especies de insectos comestibles, y este es un potencial enorme para aprovechar”, afirma el entomólogo Julio Rivera, director de la Unidad de Investigación en Entomología y Medio Ambiente de la Universidad San Ignacio de Loyola. Los insectos, en general, representan las tres cuartas partes de todas las especies animales conocidas en el mundo. Rivera —quien el año pasado organizó el primer simposio de entomofagia en el Perú durante la LXI Convención Nacional de Entomología—, comenzó a interesarse en este tema en 2013, tras leer un reporte de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (ONUAA) que advertía que, debido al cambio climático y el excesivo uso de recursos, en 2050 existirían grandes desafíos para alimentar a una población mundial de nueve billones de personas. En dicho contexto, los insectos son una importante alternativa para el abastecimiento de proteínas a la humanidad.
El reporte de la ONUAA anunciaba, además, que en el mundo existían más dos mil especies de insectos comestibles que son consumidas por unos dos billones de personas. Según este organismo, los insectos criados en granjas (o en laboratorios) tienen enormes ventajas respecto de la ganadería tradicional: son ricos en proteínas; vitaminas B1, B2 y B3; omega 3 y 6; aminoácidos esenciales; minerales como el hierro; y no contienen grasas, ni colesterol. Por si fuera poco, su producción implica la emisión de un 99 % menos de gases de efecto invernadero, y disminuye drásticamente la contaminación y el consumo de agua.
Todo esto queda demostrado en el emprendimiento del ingeniero Lama. Su uso de recursos se reduce a la mínima expresión, puesto que sus larvas son alimentadas con cáscaras de frutas y verduras que normalmente serían echadas a la basura. Así también se aplica el principio de economía circular.
“Comer carne es establecer una desigualdad”
En su columna “La era de la carne”, el periodista Martín Caparrós afirmaba en 2015 que “consumir animales es un lujo: una forma tan clara de concentración de la riqueza. La carne acapara recursos que se podrían repartir. Se necesitan cuatro calorías vegetales para producir una caloría de pollo; seis, para producir una de cerdo; diez calorías vegetales para producir una caloría de vaca o de cordero. Lo mismo pasa con el agua: se necesitan 1.500 litros para producir un kilo de maíz y 15.000 para un kilo de vaca. O sea, cuando alguien come carne, se apropia de recursos que, repartidos, alcanzarían para cinco, ocho, diez personas. Comer carne es establecer una desigualdad bien bruta: yo soy el que puede tragarse los recursos que ustedes necesitan. La carne es estandarte y es proclama: que este planeta solo se puede usar así si miles de millones se resignan a usarlo mucho menos. Si todos quieren usarlo igual no puede funcionar: la exclusión es condición necesaria —y nunca suficiente—.”
En este panorama caótico, los insectos aparecen como una posible solución a la crisis medioambiental —y ahora alimentaria— a la que hemos llegado por la propia mano del hombre. Mientras que para producir un kilo de carne de vaca se requieren 15.000 litros de agua, Eduardo Lama, en su laboratorio, usa solo dos litros de este recurso para producir un kilo de Tenebrio molitor.
Lo dice también Julio Rivera, quien reafirma que estamos viviendo una crisis global del clima que nos lleva a un inminente reacomodo de la biodiversidad en el planeta y, a fin de cuentas, de la vida. Según Lama, estos cambios serán más radicales y masivos desde 2030. Y otra voz de alerta es la del chef Palmiro Ocampo, quien participó en la investigación y trabajo de campo para el libro Sabrosos insectos peruanos: “Deberíamos crear una cadena de valor que involucre a cocineros, investigadores y emprendedores para fomentar y explorar las posibilidades que tenemos de desarrollar la entomofagia de una manera seria en el Perú”. “Pero hay que desmitificar —agrega—. Comer insectos no es algo raro ni asqueroso. Al contrario, ya en la alta cocina del mundo es un producto gourmet”.
Actualmente, Ocampo usa como ingredientes hormigas que trae de la región San Martín. Describe su aroma como a hierba luisa, jengibre y limón; y su sabor, en el espectro de los cítricos. Ocampo las usa para postres y otras preparaciones. Para él, los insectos son el pasado, el presente y el futuro de la alimentación. El chef, a través de su fundación para la seguridad alimentaria y gastronomía socioambiental “Ccori, cocina óptima”, desarrolló el proyecto Kafka 2015: insectos comestibles sostenibles. Este trabajo de investigación y difusión del uso de insectos para la gastronomía lo viene desarrollando hasta hoy, pero, a diferencia de Gregorio Samsa —el personaje atormentado de La metamorfosis que amanece convertido en una cucaracha y ahí empieza su pesadilla—, la idea hoy es dejar de ver a los insectos como monstruos abominables.
Alimentación diaria a base de insectos
A sus 27 años, el ingeniero Lama ya no caza arañas para investigarlas. Ahora, mantiene sus billones de larvas de Tenebrio molitor con protocolos de biotecnología para elaborar sus barras proteicas que ya han dado la vuelta al mundo. A fines de enero, fue reconocido por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) como uno de los innovadores menores de 35 años más destacados de Latinoamérica en 2019. Para él, este logro es solo el comienzo. Su misión, cuando empezó esta empresa, fue que la humanidad vaya incorporando los insectos a su alimentación diaria. Demolitor —cuenta— fue una manera sutil de empezar con este trabajo. Y, aunque nunca pensó que tuviera tan rápida acogida —las barras ya se distribuyen en Lima, Trujillo Arequipa y Cusco, y se comenzarán a exportar a México, Chile y Corea del Sur—, ahora, junto con Raisa y Renzo, ya está listo para dar el siguiente paso. Así, incorporarán a su emprendimiento alimentos saludables, como snacks, en los que los insectos serán más visibles.
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