Decantados a lo largo de cuatro años, los ecos vallejianos resuenan con su poderosa percusión en el taller del pintor barranquino Ricardo Wiesse. (Foto: Anthony Niño de Guzmán/ El Comercio)
Decantados a lo largo de cuatro años, los ecos vallejianos resuenan con su poderosa percusión en el taller del pintor barranquino Ricardo Wiesse. (Foto: Anthony Niño de Guzmán/ El Comercio)
Czar Gutiérrez

Son pocos, pero son. Destellos de azul eléctrico relumbrando en el centro de un horizonte plúmbeo: “nido azul de alondra”, “azul urdido en hierro”, “tinta azul del dolor”, “forma azul de corazón”, “mano azul inédita de Dios”, “mi imposible azul”, “lo azul yodado”, “daga en el azul”, “leche azul”. El pintor explora los 266 poemas que produjo el cholo universal y aparecen “trágico azul”, “vino azul”, “azul caravana”, “roca azul”, “tarde azul desteñida”, “transubstanciación azul”. Ausculta una mina de versos densos y metafísicos. Y selecciona los azules con la paciencia de un alarife tallando bloques de granito.
“Lo que pasa es que no estamos frente a un poeta particularmente cromático”, dice Ricardo Wiesse (Lima, 1954). “Hay 24 azules en ‘Los heraldos negros’, pero las menciones cromáticas aminoran en sus libros siguientes: 6 en ‘Trilce’, ninguna en los ‘19 poemas en prosa’, 3 en la colección póstuma de ‘Poemas humanos’, hasta desaparecer en las 15 obras maestras de ‘España, aparta de mí este cáliz’. Los versos vallejianos tuercen las cuerdas de lo decible, las convenciones idiomáticas y el influjo modernista de Rubén Darío en una paleta que vibra dominada por los azules, que finalmente ganan la partida”. Tanto que los españoles se enamoraron de esa serie y decidieron exponerla en el corazón del Barrio de las Letras.

MADRID EN TECHNICOLOR
En realidad, esta nueva incursión de Wiesse en Europa compromete más colores: el rojo sepia, tributario de la textilería andina, para un imbricado de tramas y canales en viaje elástico (la serie de grabados “Hojas de álbum”), un diario gráfico y polícromo en forma de acordeón extendido o ‘story board’ de siluetas que se hunden en bolsones de arena (“Álbum”) y la sostenida opacidad de “Noche cerrada”, un juego de geometrías oscurecidas por el reciente período de duelo que atravesó el artista.

Pero, ciertamente, “Vallejo y otras tintas” compromete un juego de tonalidades que viajan por el espectro azul a partir de un sustrato literario que pareciera más próximo a los crepúsculos que los resplandores. Así, aparecen los matices ultramar, cobalto, marino, petróleo, de acero y, claro, el arcaísmo añil, tan caro a Lucho Hernández como a la lírica del nacido en Santiago de Chuco, quien en el poema “A lo mejor soy otro” aporrea el teclado con “las espaldas ungidas de azul misericordia”. Particular atención merecen las voces rebuscadas (“cerúleas”) y ciertos neologismos (“azulea”, por ejemplo), especialmente sensibles a la hora de referirse a esos celajes andinos que sellaron su infancia, ese firmamento interior atravesado de arcoíris, atardeceres y amaneceres rutilantes.

“‘Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mejor cosecha artística’, anotó en 1922, el año en que los primeros doscientos ejemplares de ‘Trilce’ se imprimieron en los talleres de la Penitenciaría de Lima. Aunque no fue quechuahablante, el sustrato aborigen pervivió inconscientemente en su espíritu como una piedra basal donde reposan recurrentemente las turbulencias existenciales que entretejen esas composiciones esencialmente renovadoras”, recuerda Wiesse, rendido admirador de Vallejo, a quien ya homenajeó a través de una memorable serie de perfiles esculpidos con tierra, arena y marmolina (Sala Luis Miró Quesada, 1992).Hace cuatro años volvió a leerlo y fue descubriendo la fascinación de nuestro bardo universal por ese color. Entonces detonó una búsqueda que también compromete sus matices: “corazón celeste” (el grabado “Deshojación sagrada”), “azular y planchar todos los caos” (“Trilce VI”), “oh celeste zagal trasnochador” (“Mayo”), “azulea y ríe su gran cachaza” (“Trilce XXXII”), “azulea el camino” (“Oración del camino”) o “me retiro hasta azular” (“Trilce LIX”).

AZUL PROFUNDO
Palabras sumergidas en el laberinto, caprichosas repeticiones, amplias zonas de concentración de letras y espacios donde el verso flota imperceptible. Así, cada lámina es el diálogo entre el escritor y el dibujante, que lo homenajea al tiempo de jugar con los signos al estilo del cubismo literario, el creacionismo y el ultraísmo: los caligramas de Apollinaire, los edificios creacionistas de Huidobro. “Capturo el movimiento de un artista que me es propio. No es mi respuesta como lector, sino como alguien que interioriza el drama de Vallejo, esa pluma andina que hizo latir el corazón humano universal. Eso también caló en los españoles que vinieron a ver mi trabajo y luego lo instalaron en la galería Modus Operandi de Madrid”, dice Wiesse.
La inauguró el 15 de febrero antes de volar a la Universidad de Rochester, en Nueva York, cuya Facultad de Humanidades organizaba el ciclo de conferencias “Barro, arena, tela y memoria: el Perú de Ricardo Wiesse”, un estudio de su abstracción pictórica o los paralelismos que su obra tiene, por ejemplo, con Ungaretti. “Esas cosas me abruman’’, dice, mientras contempla el mar de Barranco desde su taller y prepara la exposición de sus 10 últimos años, que ocupará dos salas del Icpna en junio.

“Mi matriz sudamericana me ha abierto muchas puertas a un pasado denso, hondamente aleccionador. Interrogo y opero entre cosmovisiones y tiempos contrapuestos, y me adhiero al sueño del mestizaje con lo mejor de ambos. Por eso admiro a Vallejo, un creador que provee, inspira, alienta a destrozar lo aceptado y emprender en serio y de una buena vez la revolución que su estética anuncia, su opción comprometida con horizontes solidarios, humanos en toda la extensión de la palabra. Sigamos buscando al ‘padre César’, como le llamaba Eielson”, concluye Ricardo Wiesse. Y una chispa de lapislázuli enciende su pincel.

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