Crítica de teatro: "Todos eran mis hijos"
Crítica de teatro: "Todos eran mis hijos"
Redacción EC

ALBERTO SERVAT

En términos teatrales 1947 será siempre recordado como el año en el que se dieron a conocer Arthur Miller y Tennessee Williams. Dos talentos únicos que, tras las huellas de Eugene O'Neill, habría de revolucionar la escena estadounidense. Miller con “Todos eran mis hijos” y Williams con “Un tranvía llamado deseo”. Obras que delinearían el derrotero de cada uno de los dramaturgos. Si Williams exploraba en sus propios vínculos con un pasado idealizado y perdido, poblado de extravagantes mujeres, Miller aterrizaba en una sociedad que todavía no era capaz de aceptar sus errores tras una guerra devastadora.

Arthur Miller (1915-2005) le confirió a la escena teatral un realismo inesperado. Antes que él, dramaturgos como Clifford Odets, habían intentado cambiar radicalmente el rumbo de las artes escénicas y lo lograron en cierta forma. Lo que Miller logró con ventaja fue introducir su universo dramático en el corazón mismo de Broadway. Allí, en medio de los éxitos comerciales, convirtió su propio trabajo y sus obras por venir en acontecimientos teatrales.

“Todos eran mis hijos” sorprendió a la audiencia de la post guerra por su aparente sencillez. Los asistentes al teatro Coronet de Nueva York se enfrentaban de entrada con un escenario único -un típico patio de una familia americana- en el que los personajes se dejaban llevar por su cotidianidad. “Todos eran mis hijos” se convirtió, además, en la primera obra ganadora del Tony.

EN EL TEATRO BRITÁNICO
El montaje que presenta Carlos Tolentino de “Todos eran mis hijos” en el teatro Británico de Miraflores mantiene el espíritu de Miller en gran medida. Por supuesto, el impacto en la audiencia es otro. Ahora vemos el drama como una obra de época. La cotidianidad de su tiempo se ha perdido y es una pérdida irrecuperable. Pero lo que no pasa desapercibido es la humanidad del relato dividido en tres escenas. Ahí está la grandeza de esta pieza teatral. En la manera de hablarnos sobre la estructura de la familia, las condiciones para ser feliz, el constante chantaje emocional para mantener el orden y, finalmente, la culpa.

La acción se centra en un domingo. La familia Keller espera una visita. Y a medida que pasa el tiempo comprendemos que esa aparente alegría oculta en realidad una tremenda incomodidad. Más que eso, se percibe amargura y luego miedo. Los Keller tendrán que enfrentar mucho más que las sombras del pasado. Las mentiras quedarán a un lado para dar paso a la verdad y con ella a la tragedia.

Así, sobre el escenario vemos la transformación de una familia aparentemente común y corriente. Una parte muy pequeña pero bastante representativa de la sociedad en la que Arthur Miller vivió. Un mundo que conocía bien. Los Keller, al igual que Estados Unidos, había ganado la Segunda Guerra Mundial. ¿Pero a qué precio? Sacrificando a sus propios hijos. La idea es clarísima pero solo cuando el director adecuado sabe trazar las líneas del relato y no dejar nada fuera. Tolentino lo logra.

Hay en la puesta en escena una verdad contundente desde el comienzo. Se siente, se ve. Los personajes aparecen y se desenvuelven con gran confianza, creciendo y transformándose. Para que esto funcione es necesario contar con la dirección adecuada y la colaboración de un actor ideal para el papel del patriarca. El hombre que ha sabido capitalizar la guerra, que ha fundado un pequeño imperio y que ríe a sus anchas en las tardes de domingo.

EL PATRIARCA Y SU TRIBU
En la tradición del teatro americano son dos emociones las que prevalecen al interpretar al viejo Keller. Por un lado, se enfatizan los rasgos del patriarca satisfecho con sus logros, feliz a cada instante, amiguero y todopoderoso monarca de su patio. Tal vez esa fue la línea a seguir que dejó Ed Begley tras su interpretación en la versión original de 1947, aunque es difícil precisarlo. Otros actores eligen un tono menos grandilocuente y se inclinan por una mirada más paternal, concentrada en la culpa. Así vimos a John Lithgow en la reposición del 2008. En la versión cinematográfica de 1948, que no fue un éxito, el gran Edward G. Robinson compuso una interesante variación que tenía mucho más que ver con los moldes del Hollywood de entonces. Serio, melancólico, atrapado en sus propias mentiras.

En el montaje del teatro Británico que podemos ver estos días encontramos al actor argentino Víctor Hugo Vieyra como Joe Keller. Desde que aparece en escena tiene el aplomo suficiente para ofrecernos un personaje real de los pies a la cabeza. Es emotivo sin ser histriónico, sabe escuchar y se sorprende a cada réplica, ofreciendo una naturalidad escalofriante si pensamos en el destino que tiene su personaje. Attilia Boschetti, por su parte, asume el papel de Kate Keller con buen pulso. Es obstinada y dura en gran parte del drama, no lo hace recurriendo a viejos clichés, sino que explora en emociones menos obvias. Se conduce con precisión y le da la réplica oportuna a Vieyra.

Menos logrado es el trabajo de los actores más jóvenes. No porque estén mal. En realidad todos cumplen. Pero hay cierto desnivel en la emoción que se nota principalmente en los momentos exaltados. Natalia Cárdenas, por ejemplo, tiene la figura apropiada para ser una convincente Ann Deever. Pero su concentración se percibe y no resulta del todo natural. Sus momentos de alegría son demasiado epidérmicos y no deja entrever las emociones ocultas que tiene el personaje. Por momentos me habría gustado ver a Daniela Sarfati en ese personaje. Ella tiene a cargo el rol de Lydia, una de las vecinas, y su corta participación es muy precisa porque deja entrever un vacío emocional muy conmovedor.

Sebastián Reátegui tiene el entusiasmo que Chris Keller necesita. Su dinamismo es muy oportuno en el primer acto. Menos convincente lo encuentro en los momentos más dramáticos donde menos gestos podrían aportar más. Como él, Francisco Cabrera en el papel clave de George Deever, es histriónico pero no necesariamente sentido.

La dirección sabe compensar la brecha generacional y compone cuadros de interacción que funcionan en su mayor parte. Pero no siempre, como el momento del cajón de manzanas. Nunca entendemos qué papel cumplen. Cuando las manzanas ruedan y causan el efecto esperado, recién sabemos que buscan enfatizar una crisis. Pero es tarde, todo la manipulación previa del cajón solo consigue distraernos.Lo mismo sucede con el uso de las puertas del escenario que confunde la estructura de la casa.

“Todos eran mis hijos” nos devuelve la oportunidad de revisar no solamente una obra clásica. Gracias al montaje de Tolentino podemos explorar en una dramaturgia de infinitas lecturas.

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