Jorge Guerra. (Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)
Jorge Guerra. (Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)
Maribel De Paz

En tiempos de encendido debate en las redes sociales por lomos saltados de 65 soles, hay batallas más espesas, hondas, fermentadas casi, que se libran alrededor del tema gastronómico. Tal es el caso de “La cocina”, obra del dramaturgo inglés Arnold Wesker, pronta a presentarse en Lima en montaje codirigido por Jorge y Alejandra Guerra, padre e hija.

Tomando como pretexto el enjambre pluricultural de cocineros y mozos de un restaurante para mil comensales diarios en el Londres de la posguerra, la obra es en realidad una metáfora del vértigo y la deshumanización que amenazan a la civilización contemporánea.

Jorge Guerra, ducho director teatral, presenta este montaje que tiene la actuación a cargo de los alumnos del octavo ciclo de la especialidad de Teatro de la Facultad de Artes Escénicas de la PUCP. Veamos.

— “La cocina” no es precisamente un montaje sobre comida. ¿De qué dirías que trata finalmente? ¿De codicia?
Trata de la gente que lleva su vida alrededor del trabajo, que en este caso es preparar comida para otros, pero hay muchas cosas en la vida de esta gente que no han explorado y el autor trata de sacar a la superficie. Hay de todo. Algunos entran tres segundos y revelan una angustia particular, otros tienen una relación romántica. Es un mosaico muy vivo y cargado de contrastes de la sociedad europea de los años 50, uno de los períodos más críticos y violentos que ha habido en el teatro inglés del siglo pasado. No hay cosa de la que hable Wesker en la que no meta un ángulo crítico y ponga en cuestión la validez de lo que se está viendo.

— ¿En qué medida refleja esta obra el vértigo y la deshumanización de nuestro tiempo?
Es el resultado de un descontento porque no se reúnen todas las expectativas de éxito. Algunos tienen puesta su mira en el dinero, otros en relaciones románticas. Todo un ramillete de gente insatisfecha, subyace una capa de insatisfacción de donde sale el caldo de cultivo para una revuelta caótica que no logra conseguir nada y se continúa como antes. La cocina, entonces, vuelve otra vez a producir sus típicos resultados.

— ¿Es una metáfora de la vida poco esperanzadora?
Es una visión escéptica, pero no pesimista. Hay muchas contradicciones. Lo cual hace a la historia más humana, más posible. La obra no es sobre la comida. Es sobre los sueños de vigilia. Unos sueñan con mujeres, otros con comida, otros con un pasar tranquilo.

— ¿Y tus propios sueños? Primero quisiste ser arquitecto, luego pintor, después músico; estudiaste Filosofía y Literatura, y has dicho que terminaste en la dirección de teatro como por una revelación.
Yo no entendía la dirección de teatro, me parecía una cosa inventada, poco natural; porque yo decía: "El actor está en el escenario, hace su trabajo y es concreto. ¿El director qué hace, por dónde anda, qué pito toca?". Luego me di cuenta de que es una posición muy compleja, que es el responsable de encontrar el punto de armonía entre todos, de hacer que todos produzcan en la misma dirección. Las decisiones que toma el director a último minuto son totalmente personales e intransferibles, y por eso es muy difícil hacer codirección. Yo exploré mucho porque tenía talentos que quería desarrollar. Soy músico, pintor, dibujante. Pensé que iba a ser arquitecto, pero no. Me quedé en el teatro.

— Después de haber vivido lo que has vivido…
No cambiaría nada. He vivido muy intensamente este viaje. Yo me hice director a punta de estrellarme contra la pared. Dirigí mi primera obra con Édgar Saba, hicimos una codirección, “El principito”, en un teatro viejo que teníamos en Camaná, una casa antigua muy destartalada, pero con mucha riqueza dentro.

— ¿Cuáles dirías que fueron tus principales errores en ese primer montaje?
No entender el tono de la escritura, el estilo del texto. Había cambios que yo no lograba percibir, y monté parte de la obra como bloques, que se veía muy interesante, pero nadie sabía por qué estaban ahí, inconexiones… Yo tomé el camino más difícil, que era el de hacer teatro desde el corazón: buscar primero en ti mismo lo que quieres hacer, y después viene la obra y después viene el elenco, y después viene el presupuesto y todo eso. Ese era mi orden de prioridades. Si era una obra que no me movía, que no me interesaba, por la que no sentía algo especial, no la hacía. Y esto lo limita a uno fuertemente porque un productor que busca a un director le importa un pepino que el director sienta o no sienta, sino que lo haga bien.

— Has enseñado teatro más de 40 años. ¿Dónde radica la mayor dificultad a la hora de enseñar dirección teatral?
Cuando uno empieza a organizar el material se da cuenta de lo vasto y lo imposible que es enseñarlo.

— ¿Y cómo trabajar con esta imposibilidad?
Yo diría que sacarle el piso al alumno todo el tiempo, hacer clases de equitación, cocina, química o atletismo, porque esto te pone el cuerpo en crisis, pone al cuerpo en estado de tener que recoger todos los recursos disponibles. Yo no creo en esos directores que están atrás fumando y hablando de la obra muy inteligentemente. Para mí el director tiene que ser un atleta, tiene que entender el esfuerzo del actor. En última instancia, el público llega y no sabe quién es el director ni lo lee en el programa y no le importa. Pero está ahí. Ahora, sobre este montaje, “La cocina” es una obra escrita para mucha gente. Si uno toma la cantidad de tiempo que dura la obra y la divide entre la cantidad de actores, no tienen todos mucho rato para hacer algo individual. Entonces, hay muchas historias secundarias que están extendidas a lo largo de toda la obra en la que van alternándose los protagonistas. Cuando uno lee la obra original ve a un protagonista y un coro, pero en este montaje son 13 historias que se entrelazan, que se conectan.

— Alguna vez dijiste que la enfermedad de Parkinson te ayudó a distinguir entre lo importante y lo inútil. ¿Qué es para ti lo inútil?
Sí, sigo cambiando mis rutinas. Las ajusto de acuerdo a lo que voy a poder llegar a hacer. Si tu capacidad física se reduce notablemente a un 50 o 70 por ciento, y sabes que te queda solo este tiempo y solo esta energía, tienes que ser idiota para no cambiar para poder llegar a hacer algo. Por ejemplo, cuando veo que hay una discusión que no va a llegar a nada, me voy. La dejo ahí, porque es perder el tiempo. Y lo peor que puedo hacer yo es perder el tiempo. Porque no me queda más tiempo… Uno cuando es joven y sano, y tiene toda la energía del mundo, es desperdiciador y hace cosas que no llevan a nada. Entonces, yo eso lo aplico a esto: no halago a nadie que no lo merezca. Aquí hay mucho halago barato: que qué bien que te ha salido, que está genial, y no, es una porquería y nadie lo dice. Eso está mal, porque no es ayudar, sino perpetuar una mentira.

— ¿Se aplaude mucho de pie en Lima?
Sí, y yo pensé que Alemania era el país donde más se aplaudía, pero creo que les hemos dado en la cabeza.

— En demasiadas obras el público aplaude de pie.
Sí. Es muy barato eso. Cuesta muy poco hacerlo, y nadie critica. Por eso ponía el ejemplo de Alemania, que es un país con una tradición teatral muy fuerte, desde el siglo XVIII están ininterrumpidamente produciendo cosas de muy diferente nivel, y la calidad se entiende y se ve: esto es bueno, esto no tanto, esto es mediocre y esto no vale la pena. Y cuando te encuentras con algo que no vale la pena en un teatro grande hay campo para la protesta. La gente se para silbando y se va del teatro. No aceptan. Nosotros aceptamos mucho. Pero yo creo que el mayor rigor tiene que venir de adentro, de ti mismo; tú debes decir: “Esto que he hecho no está tan bien”. Hay que tener la suficiente integridad para volver sobre el material y cambiarlo.

— Volviendo a lo anterior, ¿qué dirías que es lo importante en la vida?
Descubrir. Mantener la frescura casi infantil de descubrir, de asombrarse. Y no levantarte cada día con la seguridad de lo que vas a hacer. Puede que no llegues al final de ese día.

— ¿Le tienes miedo a la muerte?

No sé... No le tengo miedo, pero tampoco te digo que no me afecte. Yo sé que voy a morir relativamente pronto, pero ya veré cuando llegue el momento qué hago con la cáscara. Uno se va como una mariposa dejando la cáscara. Es un momento de transición hacia algo, que no sabemos qué es, pero creemos y esto nos ayuda a seguir adelante. Lo que queda es desechable. Ni Ramsés pudo hacerlo.

Jorge Guerra. (Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)
Jorge Guerra. (Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)

BATALLA FINAL
—Es la primera vez que codiriges con tu hija.
Esto empezó como una propuesta de Jorge Villanueva como coordinador de la especialidad de Teatro de la Facultad de Artes Escénicas, y aceptamos el reto. Pero yo tenía miedo porque antes había tenido varias experiencias en la codirección y no me gusta. No puedes decir hasta dónde vas a crear, no puedes prepararte para eso.

— ¿Dividir el acto creativo con otro, digamos?
Sí, y decir: “Tú encárgate de tal parte y yo de tal otra”, porque al final se van a juntar, se van a cruzar y se van a pelear.

— ¿Cómo lo resuelves, entonces?
Hay métodos buenos y malos.

— ¿Cuál es el bueno?
El bueno es que haya uno que gane y que haga exactamente lo que quiere.

— ¿Y quién gana?
Yo gano por lo general, porque tengo más experiencia.

— Suena sádico de tu parte.
No, a veces Alejandra gana. Yo una vez le dije, pero no debería habérselo dicho: “¿Sabes quién dirige la obra? El que más conoce la obra, el que mejor la domina”. Y ella me ha respondido con hechos. Está tan metida en esta obra que no hay tú y yo, no hay: “Vamos a sacar cuentas y a ver quién tiene más fichas y quién ganó el juego”. Estamos los dos mirando en una dirección, pero es difícil, y lo malo es que hay mucha confianza, porque a tu padre le puedes decir las cosas más horribles del mundo y él aguanta.

— Y volviendo al tema de la cocina, ¿cuál es la huachafería gastronómica más grande de la cual has tomado nota últimamente?
A ver, nosotros tenemos un público muy ávido por novedades, que en una versión menos gentil se podría decir esnobista, que quiere estar en el centro del queque y cambian constantemente de sitio adonde van a comer.

— ¿Somos muy huachafos?
Creo que lo que nos mata es la envidia: el qué has hecho tú para tener esto, el quién eres tú. Eso se nota en todo, hasta en el tráfico, la forma como maneja la gente, con mucha agresividad y prepotencia. Es una constante competencia y carrera de quién llega primero y quién ha ganado más.

— Que se refleja en el tema gastronómico también.
Claro, es vulnerable. El tema gastronómico, por la forma como se ha desarrollado, está en una situación de caer rápidamente en la novedad barata.

​Más información

Temporada: del 19 al 26 de febrero. Lugar: Centro Cultural de la PUCP (Av. Camino Real 1075, San Isidro). Hora: 8 p.m. Entradas: Teleticket y boletería.

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