Amor prohibido, por Carlos J. Zelada
Amor prohibido, por Carlos J. Zelada

Los vientos de igualdad soplan las áridas oficinas de los tribunales de justicia peruanos. Hace un par de días se publicó la sentencia de primera instancia en la que un ciudadano peruano exigía al Reniec reconocer el matrimonio que había celebrado en México con su compañero de vida. En un párrafo que quedará para la posteridad, la magistrada etiqueta la negativa de inscripción del Reniec como un acto “altamente discriminatorio y contrario […] a nuestra Constitución”. 

El panorama no ha sido siempre alentador. Apenas siete años atrás, un reconocido profesor local concluía en un informe que la Constitución de 1993 “no admit[ía] el matrimonio entre personas del mismo sexo, ni habilita[ba] al legislador ordinario a extender la institución matrimonial a las parejas homosexuales”. En el 2014, el Tribunal Constitucional advertía que “la [introducción] en nuestro ordenamiento jurídico del matrimonio entre personas del mismo sexo” por la vía de las cortes sentaría un peligroso precedente de “activismo judicial” contrario al principio de separación de poderes. ¿Qué ha pasado entonces para que una jueza peruana se pronuncie a favor del matrimonio igualitario?

La historia jurídica del matrimonio igualitario busca responder a una de las más íntimas y sensibles cuestiones humanas: ¿a quién puedo amar? Finalizado el siglo XX (¡hace apenas 17 años!), hablar de matrimonio igualitario parecía una ficción distópica. Hoy, sin haber culminado la segunda década del siglo XXI, existe un corpus iuris que viene influyendo en los parlamentos y tribunales bajo el signo distintivo de la prohibición de la discriminación. Son 23 los países que reconocen el matrimonio igualitario. En paralelo, otra veintena de estados ofrece fórmulas alternativas de reconocimiento. 

En una reciente investigación realizada en la Universidad del Pacífico identifiqué los momentos claves de esta historia. En la primera etapa (1989-2000), las primeras “semillas” del reconocimiento de derechos para las parejas del mismo sexo aparecen en Europa occidental. En ese mismo período, la Organización Mundial de la Salud retira la homosexualidad de su lista de enfermedades. La fórmula exclusiva de reconocimiento era la unión civil (o alguna otra similar), siempre desde la vía legislativa. En el segundo período (2001-2010), el matrimonio igualitario –a la par de las uniones civiles de la etapa anterior– comienza a irradiar África y el continente americano (Canadá y Argentina). Las fórmulas seguidas son mixtas: no solo se utiliza la vía legislativa, sino también la jurisdiccional. La prevalencia la siguen disfrutando las fórmulas no matrimoniales. El último período (2011 hasta hoy) está marcado por un ‘boom’ del matrimonio igualitario (en la región: Brasil, Colombia,

Estados Unidos, México y Uruguay), así como el protagonismo de los tribunales. La estrategia de las parejas litigantes en este último período se basa en la solicitud de derechos de corte patrimonial y asistencia mutua para exigir al Estado que justifique por qué su relación no alcanza dicha cobertura. 

La reciente decisión del Poder Judicial se alimenta de este proceso. Pero no hay que entusiasmarse demasiado: el Perú es todavía uno de los cuatro países en Sudamérica que no reconoce esquema alguno de protección para las parejas homosexuales que decidan formar una familia. ¿Qué debería hacerse para llegar plenamente al matrimonio igualitario? Ante el fracaso inicial de la unión civil y el férreo rechazo de los sectores más conservadores, todo parece indicar que la vía judicial sería la ruta más adecuada. En otro texto he argumentado que la imposibilidad del matrimonio para las parejas del mismo sexo en el Perú responde, en realidad, a un esquema excluyente que ha “normalizado” el derecho a contraer matrimonio solo para las parejas heterosexuales. En otras palabras, es discriminación. 

Algunos colegas afirman que la sentencia es una “audacia” que “va más allá de la ley”. Creo que se equivocan, pues los jueces siempre deben ir “por encima de la ley” para encontrarse con el derecho y la justicia. Para eso es que están. Como decía Julieta Lemaitre, el derecho tiene “algo”, una suerte de conjuro que desnuda nuestros más profundos prejuicios. Lo contrario es mero fetichismo legal. Tengo la certeza de que esta es la primera de muchas batallas jurídicas para lograr que ese amor sea uno que sí se “atreva a pronunciar su nombre”, uno visible. No más un amor prohibido.