Desde el Apurímac hasta el Ene, por Carlos Freyre
Desde el Apurímac hasta el Ene, por Carlos Freyre
Carlos Enrique Freyre

Existen dos carreteras para llegar a las orillas del río Apurímac. En realidad, se trata de la misma que parte desde Ayacucho, solo que en Tambo se divide en dos ramales. El primero de estos penetra por Ccano y Machente hasta desembocar en San Francisco, donde existe el único puente que cruza el río. Es un puente enorme que da paso a la localidad de Kimbiri, la cual ya pertenece al Cusco. El otro ramal discurre por San Miguel y toma altura cruzando Pacobamba y el bello pueblo de Chiquintirca, finalizando en el centro poblado de San Antonio. Por allí también está el desvío hacia Chungui.

El Apurímac es el eje de la vida en esta región. Como en la mayor parte de su cauce no existen puentes, desde hace muchos años funcionan “puertos”, que no son sino pasajes entre orilla y orilla en donde los boteros gobiernan el pase con sus chimpas. Por la estación lluviosa en la que estamos, el río viene más cargado y se hace peligroso el cruce. Solemos cruzar con tropas, muchas veces en la noche, y se depende mucho de la pericia y experiencia del botero para domar las olas del río y no voltearse. Los soldados llevan un equipo muy pesado, que incluye su fusil, casco, varios kilogramos de munición y raciones de comida, y un error de maniobra o que el motor de la embarcación simplemente se apague significaría un adiós indeseado.

En ambos márgenes del río hay carreteras: la de Palmapampa y la de Chirumpiari. Hasta no hace muchos años, el recorrido se hacía íntegramente en embarcaciones. Existen vistosos caseríos al pie de verdes acantilados –dignos de un hotel– y extensos cultivos de cacao, café y –cómo no– hoja de coca.

Siguiendo el curso de agua, se pasa San Francisco y Kimbiri y kilómetros más adelante, por Pichari y Sivia, donde hay otro puerto y un movimiento constante de mercadería y pescadores. Pocos podrían imaginar que hace unos años estos eran unos de los espacios más violentos de la guerra. El primer oficial asesinado a finales de 1983, el capitán Davelouis, cayó precisamente en ese puerto.

Más allá, pasando Llochegua y la quebrada Chumaicota, queda Mayapo. A inmediaciones de esa localidad y en adelante, las mafias del narcotráfico iniciaron la construcción de centenares de pistas de aterrizaje clandestinas. Era asombroso ver cómo aprovechaban playas, islas, chacras o cuanto espacio recto hubiera para abrirlas. En marzo del 2015, por una orden gubernamental se inició la destrucción de esas pistas, lo que sería en el mediano plazo una historia de idas y venidas y, en particular, de mucha resistencia.

Resistencia porque destruir una pista no es cuestión de cavar un hueco y explotar una carga, sino que requiere un plan detallado de actividades, las cuales integran medios navales, aéreos, terrestres, policiales y legales. Un helicóptero no puede posar tranquilamente, pues siempre en los cerros aledaños corre el peligro de ser derribado y los minadores en muchos casos deben esperar a ser trasteados para no ser víctimas de sus propios explosivos. Resistencia que implicaba largas y extenuantes marchas, amanecidas y, claro, confiar a veces en la suerte, pues en la selva un francotirador al acecho es un hombre virtualmente invisible.

Una vez le pregunté a unos pobladores por la aparición de una pista cerca de su localidad y me contaron un cuento chino. De la noche a la mañana “un grupo de charapas” se presentaron y la construyeron y de súbito, como quien no quiere la cosa, aparecieron las avionetas y ellos solamente las veían pasar. Lo cierto es que la historia de resistencia entre las fuerzas del orden y los “pisteros” duró varios meses. A veces, las patrullas tenían que quedarse allí a la intemperie para impedir su reconstrucción y otras veces regresaba el amargor de ver que nuevamente estaban habilitadas. 

En ocasiones, como en Santa Rosa, una pequeña localidad cercana a la confluencia del Mantaro y el Apurímac, se destruyó la misma pista hasta siete veces. En otra, la fuerza del río se llevó a uno de nuestros soldados, el sargento Hernández, de los ingenieros militares. Este muchacho, tan valiente, fue hallado varios días después, abrazado de su fusil. Resistencia, de la más pura. 

Una tarde oí que solamente quedaba una pista por explotar. Y así fue.

Hoy, después de ese ajustado juego de posiciones, las aguas del Apurímac comienzan a borrar las líneas sobre las islas. Es una sensación rayana entre el alivio y la incredulidad. El cielo está despejado de avionetas, y aunque los peligros siempre andan latentes a la vuelta de los cerros, muchos de los oficiales y soldados que por estos días retornan a sus casas a reunirse con sus familias lo harán secretamente con la satisfacción del deber cumplido.