(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Ciro Alegría Varona

A lo largo de su accidentada gestión, el ex fiscal de la Nación Pedro Chávarry ha hecho una serie de afirmaciones falsas que han sido enumeradas en un informe publicado el 10 de enero en este Diario. Ha afirmado, según el informe, que las marchas de protesta contra él han sido pagadas, que la destitución del fiscal José Domingo Pérez se debió a que expiró su período, que hay una investigación de la fiscalía sobre aportes ilegales del ‘club de la construcción’ a Peruanos por el Kambio, que el allanamiento de oficinas y las verificaciones dispuestas por el fiscal Pérez violaron las prerrogativas del fiscal de la Nación: todo es falso.

¿Qué lleva a un alto funcionario a decir públicamente afirmaciones falsas? ¿Qué lo induce a arriesgar su credibilidad? Este comportamiento, aunque no es raro, es siempre asombroso. Sabiendo que la mentira es la causa principal de que una autoridad pierda autoridad, hay encumbrados funcionarios que se las juegan tan pronto se sienten cuestionados y profieren, con tremenda convicción, ocurrencias e invenciones con tal de mantener la apariencia de que dominan la situación.

No nos enfrentamos meramente a un vicio individual o un vicio social –como el que me explicó, hace muchos años, un policía: “Doctor, usted no entiende, aquí el que no abusa no tiene autoridad”–. La práctica de propalar infundios y desinformar tiene actualidad política y se cuela entre las técnicas de control y gobierno, en las estrategias de campaña y de manejo de crisis. Es la llamada posverdad. Cuando ella se vuelve en sentido común entre comunicadores y políticos, se considera muy serio y profesional propalar como hecho cierto lo que se quiere que se vuelva realidad, porque el manejo de la opinión pública se concibe como el principal medio de ejecución de los planes.

Entonces, al mentir, el personaje público se justifica en su conciencia, diciéndose: no miento, prometo; no miento, anuncio lo que es ya prácticamente real (porque lo estoy realizando mediante este mismo anuncio). Y cuando el estafador engaña a sus víctimas para que se sientan obligadas a pagar lo que no tienen que pagar, se justifica en su mente diciéndose: “No estafo, tomo discretamente un préstamo que voy a usar para bien de todos”. Es la respuesta del tirano a su consejero que le advierte riesgos: “Esos hechos que tú dices que obstaculizan mis planes van a ser mañana ilusiones, porque yo los voy a mandar a deshacer, y estos propósitos míos que tú dices que son ilusiones mañana serán hechos innegables, porque yo los voy a mandar a hacer”.

La novedosa posverdad es la versión online del antiquísimo ‘fac et excusa’, haz primero y justifícate después. Pero su apariencia productiva es solo un disfraz de su verdadera función, que es destructiva y obstructiva. Consiste en ocupar la escena pública y los cargos públicos con asuntos y personas dedicados a paralizar el cambio para que las viejas formas de enriquecerse y dominar perduren.

La volatilidad política que estas prácticas generan es precursora de volatilidad económica. Gobiernos sin personalidad, incapaces de asumir responsabilidad, se lanzan atropelladamente, pisoteando valores, hacia sus adorados objetivos económicos, como por ejemplo hacer del país una potencia mundial del petróleo, de la minería, de la pesquería o de lo que fuere. Entre tanto, la destrucción de ciudadanía que causan resulta ser también destrucción de capacidad productiva, porque los recursos no tienen valor para el país si los paisanos no saben trabajarlos y aprovecharlos para mejorar el conjunto de sus actividades. Esto lo saben los líderes empresariales prudentes y por ello favorecen el establecimiento de instituciones éticas e incorruptibles, a pesar de que las normas y los controles públicos restringen la libertad de las empresas y les imponen cargas. La verdadera disciplina fiscal es la que desmiente oportunamente las promesas falsas de crecimiento económico, promesas hechas a la ligera, para favorecer ciertos proyectos, sin asumir la responsabilidad de estabilizar la sociedad y el sistema político y sin llegar a acuerdos de reciprocidad con los concernidos.

Esta idea de disciplina no es rara en el Perú, viene desplegándose conforme se fortalecen los organismos de control y se ponen algunos límites a la gigantesca informalidad que mantiene deprimida la tributación y sume en la pobreza los servicios públicos de educación, salud, seguridad, sin mencionar el arte y la investigación científica.

El control público que lucha contra los negocios irresponsables, contra las universidades fraudulentas y contra las muchas formas de medrar con la atención de derechos fundamentales, tiene que extenderse ahora por fin a la administración de justicia y a los partidos políticos. La manipulación de la fe pública con declaraciones mentirosas, con maniobras para nombrar y encubrir a los cómplices, y para remover a los incómodos, está hecha de lo mismo que el abuso de posición en el mercado. Por ello, veamos en la actual lucha contra la corrupción judicial y política una reforma estructural, no solo un conjunto de acciones contra algunos malos elementos. No dejemos solos a los jueces y fiscales justos, reconstruyamos el orden normativo y los valores de la sociedad para que un comportamiento honesto, como el suyo, no sea en el futuro una hazaña, sino una garantía con la que todos podamos contar.