(Imagen: El Comercio)
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Enrique Varsi

El maestro del derecho civil nos ha dejado.

, referente peruano en el civil comparado y una de las mentes más preclaras del pensamiento iusfilosófico latinoamericano, fue discípulo de Porras Barrenechea, Basadre y León Barandiarán. Sanmarquino de formación, se dedicó a la docencia en diversas universidades desde muy joven, compartiendo la cátedra con un exitoso ejercicio de la profesión. A sus cincuentas, dejó todas sus actividades en el Perú y se mudó a Italia con su familia, a fin de cumplir un encargo institucional, aprovechando su estancia para empaparse con las últimas tendencias doctrinarias. A su regreso, se entregó de lleno a la cátedra y la investigación. Fueron más de 60 años dedicados a la enseñanza del derecho, con ese hondo toque filosófico que nunca abandonó.

Fundador del Partido Demócrata Cristiano, llegó a ser ministro de Justicia en el primer gobierno de Belaunde, lo que le permitió conformar la comisión que dictaría, dos décadas más tarde, el Código Civil de 1984, que tanta doctrina viene generando.

Hombre virtuoso, en acción y redacción, iba y venía de cuanto congreso lo invitaban y escribía, en simultáneo, varios libros, artículos y prólogos. Siempre le preguntaba: “Maestro, ¿y ahora en qué está?”, y él me contaba de sus infinitos trabajos y proyectos. Era contagiante su dedicación. No paró nunca de trabajar, fue su pasión y parte de su estilo de vida. Comprometido siempre con el desarrollo de la ciencia del derecho y la protección del ser humano, se (pre)ocupó por transmitir valores y fundamentos más que el frío contenido de la ley.

Sessarego, como muchos lo llamaban, se caracterizó por su creatividad. Sus innovadoras teorías a nivel de la doctrina contemporánea lo llevaron a ser reconocido internacionalmente. Su teoría tridimensional del derecho (1953), la empresa como sujeto de derecho (1985), el daño al proyecto de vida (1985), el derecho a la identidad (1991) y la finalidad del derecho (2000) han servido de sustento en la fundamentación de fallos nacionales e internacionales, constituyendo verdaderos aportes a la literatura jurídica universal. Pero su mayor contribución, como siempre dijo, fueron los discípulos que formó por tres generaciones, más allá de sus cerca de 20 libros que escribió.

Brillante comunicador, con una impecable imagen, cautivó con su palabra, con sus gestos. Maravillaba a los alumnos cada vez que exponía. Todos querían escucharlo, tomarse fotos, pedirle un autógrafo. Tantas veces bromeé con mis alumnos diciéndoles que “con solo ver a Fernández Sessarego aprendían derecho” y, créanmelo, estoy convencido de ello. Por respeto a sus alumnos, en los últimos años, optó por dejar las aulas universitarias debido a problemas auditivos. Y, como era de esperarse, nos sorprendió, una vez más, impredecible e ingenioso como él mismo, apareciendo en redes convertido en todo un ‘influencer’ nonagenario del derecho con su página en Facebook y su canal en You Tube. Intrépido y arriesgado, entendió rápidamente la manera de seguir transmitiendo sus conocimientos a las nuevas generaciones de estudiantes utilizando la tecnología, permitiendo así que disfruten de su saber desde sus smartphones y tablets en cualquier momento del día.

El tránsito existencial de Fernández deja una huella imperecedera a través de sus enseñanzas, su pasión por el derecho, su vocación por la decencia y la docencia. Un pensador nato, un maestro a carta cabal, un paradigma (esos de los que hoy tanto necesitamos) con ejemplo de vida, sabiduría y entrega social. Y es que profesores que enseñan los hay, pero pocos te marcan en la vida. Eso hizo, a su mejor estilo, Fernández Sessarego, un maestro que nos ha marcado y, generoso, vía sucesión, nos transmite un rico legado jurídico que debemos continuar y difundir.

El maestro del derecho civil se ha ido dejando una sencilla, pero a la vez profunda e intensa frase, que retumba cada día en mi ser: “El derecho es la vida misma”.

¡Gracias por todo y por tanto, querido maestro!