El hombre que creía en el hombre, por Sonia Goldenberg
El hombre que creía en el hombre, por Sonia Goldenberg
Sonia Goldenberg

En el prólogo a su libro “Los dientes del dragón”, me atreví a presentar a Hubert Lanssiers como un ‘lamed vav’, uno de los 36 sabios que, según una antigua leyenda del Talmud, sostienen el universo. Son tan modestos y tan ocupados que a menudo no se dan cuenta de que son santos. Están dispersos por el mundo y no se conocen entre sí, pero si faltara uno de ellos, se produciría un mal irremediable. Se esmeran en pasar desapercibidos, pero rara vez, por algún accidente, pueden ser descubiertos. 

Lanssiers practicaba un humanismo a ultranza; decidió dedicar su vida a una causa que no podría sufrir ningún menoscabo: la defensa del individuo, usualmente pisoteado. Era un hombre de acción, con una sensibilidad a flor de piel y una determinación indestructible. Por eso marcó a toda una generación de defensores de los derechos humanos. Pero Lanssiers no marcaba solo a nobles. A veces su mirada atravesaba almas más impermeables y dejaba un rayo de luz. Gracias a su labor miles de hombres lograron reinventarse en las prisiones.

Era el único que ingresaba al Pabellón Azul en El Frontón y hablaba con Sendero Luminoso. Me comentó que seguramente lo consideraban un brontosaurio sobreviviente, pero les decía lo que pensaba, lo respetaban y podían conversar.
“Yo pienso o quiero pensar –decía Lanssiers– que un hombre es algo más que la ideología que profesa, que su vida no se agota en los actos que realiza, por más terribles que estos puedan ser”. Sostenía que no se puede clasificar a las personas y ponerles etiquetas como si fueran tarros de mermelada: fulano es homicida, mengano es ladrón.

Me cautivaron su intensa espiritualidad –que matizaba con un sarcástico sentido del humor–, su lenguaje florido, no muy celestial, que adquirió visitando los penales, con su imborrable acento francés; y su experiencia de vida, marcada por la guerra y el horror del siglo. De niño vivió el hambre y los bombardeos, y fue testigo de la carnicería humana que dejó 45 millones de muertos en Europa durante la Segunda Guerra Mundial; estuvo en Camboya cuando los jeremes rojos tomaron Phnom Penh. 

Llegó al Perú en la década de los sesenta, luego de haberse ordenado sacerdote en Japón. Fue director del colegio La Recoleta. Desde 1974 trabajó como capellán en los penales Castro Castro, San Jorge, El Frontón y Santa Mónica. Entre 1996 y 1999 integró una comisión de indultos para personas injustamente encausadas por terrorismo y traición a la patria. Murió en el 2006.

Lanssiers intentaba provocar en los demás el deseo de estar vivos, impulsarlos a caminar despiertos e intentando no juzgar tan fácilmente. Siempre trataba de ponerse primero en el lugar del otro. Aconsejaba desconfiar de los políticamente correctos, de los químicamente puros y, especialmente, de los piadosos, quienes, según él, solían ser los más peligrosos. No desaprovechaba la ocasión de reírse de sí mismo, incluso en los momentos más apremiantes.

Lo conocí a mediados de los ochenta, cuando buscaba testimonios para “Reportaje al Perú anónimo”, un libro en el que quería reunir a personas singulares que fui conociendo en mis viajes por el país. Su presencia y su amistad me marcaron profundamente como periodista y documentalista. Me orientó a una mayor exigencia, buscando encontrar siempre a las personas detrás de las historias. 
Cuando presenté “Memorias del paraíso”, un documental sobre un pueblo selvático castigado por un cataclismo, por los terroristas y por los militares, Hubert estuvo sentado a mi lado en el estreno y cuando acabó la película me dijo: “¿Sonia, no podrías hacer algo un poquito más alegre?”.

Y para darle gusto filmé una historia sobre las bandas musicales del valle del Mantaro, el lugar con mayor concentración de saxofones por persona a nivel mundial. Lanssiers falleció cuando volvía de un rodaje. Le dediqué el documental. Al igual que el saxofón, nació en Bélgica y su huella será imborrable en el Perú.