Uno de los ideales en los que se basa la tradición republicana es la igualdad ante la ley. Pero la plasmación de ese ideal republicano que permite ampliar la ciudadanía ha sido progresivo y complejo. Así pasó con la abolición de la esclavitud, que se fue incubando propiciada por factores como la abolición de la trata negrera, la crisis agraria, la oposición liberal a la esclavitud y la resistencia de los esclavos. Finalmente, en 1854, la abolición de la esclavitud llegó a través de Ramón Castilla. Aunque la situación de los afroperuanos no mejoró sustancialmente, al menos ya no eran propiedad de otro ser humano. La medida recibió críticas. No era el momento o la legislación era imperfecta, cuestionaron algunos. Pero el cambio se dio y Castilla, cuyo abolicionismo fue más bien oportunista, pasó a la historia como el gran “libertador” de los esclavos.

La situación se ha repetido en otras coyunturas. Como en 1915, cuando se aprobó la tolerancia de cultos, aun a pesar de la resistencia del gobierno de José Pardo. O en 1955, cuando se reconoció el voto femenino, reclamado durante décadas por el feminismo, y reconocido por un gobierno dictatorial. Ambos derechos fueron reconocidos mucho después que la mayoría de países latinoamericanos. El reconocimiento de la igualdad en el Perú suele ser tardío y con protagonistas insólitos. Para muchos políticos nunca es el momento adecuado o hay que postergarlo hasta que el pueblo esté preparado. Pero la igualdad no debería esperar tanto.

Hasta ahora hay una pendiente en el Perú: permitir que las personas tengan los mismos derechos que el resto de la ciudadanía para casarse y construir un proyecto de vida común. Cada vez que se pone en agenda el tema, los sectores ultraconservadores se sublevan sosteniéndose en argumentos religiosos que son ajenos a los fundamentos del sentido republicano de ciudadanía. Pero también aparecen los políticos que arguyen que no es el momento adecuado. Para ellos, el momento correcto nunca estará en el presente.

El no es un privilegio, sino un derecho civil. No es un asunto de creencias religiosas sino de valores ciudadanos, se ubica en el ámbito de la laicidad y no de la eclesialidad. Por supuesto que hay que respetar a las iglesias. Son parte legítima de la sociedad civil. Pero el matrimonio igualitario no afecta sus doctrinas o prácticas. Pueden seguir sosteniendo sus creencias, pero sin atentar contra los principios de convivencia de un Estado laico.

Además, el argumento religioso se debilita cuando verificamos que no existe una posición unánime ante el matrimonio igualitario. En el mundo son cada vez más las iglesias (anglicanas, luteranas, presbiterianas, etc.) que incluso bendicen las uniones entre personas del mismo sexo basándose en una hermenéutica bíblica seria y profunda. No hay una relación indisoluble entre cristianismo y rechazo a la diversidad sexual. Un auténtico cristianismo no se contrapone al reconocimiento de los derechos de las personas. El núcleo del mensaje de Jesús en los Evangelios es el amor incondicional (“el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”, 1 Juan 4:8) y el respeto a la dignidad humana (“ahora entiendo que de verdad para Dios todos somos iguales”, Hechos 10:34). Un cristianismo auténtico ama a las personas tal como son y trata a todos por igual.

Cuando Barack Obama era presidente, afirmó: “Nuestro viaje no estará completo hasta que nuestros hermanos y hermanas gays no sean tratados como todos los demás por la ley”. El contexto electoral puede ser oportuno para que los partidos se atrevan a incluir el matrimonio igualitario en sus agendas de trabajo parlamentario. Aunque el período parlamentario será corto, no está de más intentarlo. Tal vez terminen pasando a la historia como quienes “completaron el viaje” de nuestra república a las puertas del bicentenario. No hay nada más republicano que buscar la igualdad de todos. Y nada más cristiano que tratar a las personas con la dignidad de ser hijos e hijas de Dios.