Alonso Villarán

Como discutimos en una anterior oportunidad (El Comercio 21/10/2022), un breve de buen –¡tan urgente en este país!– propone lo siguiente. Primero, informarse sobre el problema bajo debate. Segundo, imaginarse en el lugar del ciudadano. Tercero, preguntarse si uno consentiría que, de encontrarse en los zapatos del otro, lo traten como considera tratar a los demás. Cuarto, hacer solo lo que consentiría. De lo contrario, repensar la política o la ley en cuestión.

El citado manual no asume otra cosa que el deber lógico y moral de ser consistentes. En ese sentido, es un manual “minimalista”, pues, ¿quién podría negar que se debe juzgar casos similares de manera similar? ¿Quién rechazaría que uno debe hacer lo que predica? ¿Quién no reconocería que se debe tratar al otro como uno consentiría que lo traten en la misma situación? Junto a este manual, sin embargo, reposa otro más controversial, pero no por ello (necesariamente) falso: el manual clásico de buen gobierno.

El manual clásico también se basa en la regla de oro, aunque en una versión más antigua e intrépida. Es más antigua, pues no corresponde a la visión moderna, sino a la premoderna del mundo. En otras palabras, es (me atrevo a decir) la regla tal y como la entendían Jesús, Confucio y demás sabios y personajes de la antigüedad. Es, también, más intrépida, pues no se circunscribe a deberes abstractos y virtualmente incontestables de consistencia, sino que asume mucho más: una esencia humana, bienes naturales y deseos racionales.

Permítanme la siguiente analogía: la de una flor. La flor tiene una esencia o naturaleza, algo que la distingue de las demás cosas. En virtud de esa esencia, necesita ciertas cosas para florecer: tierra, agua y sol. La flor está por naturaleza inclinada a estas cosas y esta inclinación es racional (aunque la flor no es, obviamente, un ser racional). El ser humano también tendría una esencia y necesitaría de ciertos bienes básicos o naturales para “florecer” y ser verdaderamente feliz. Los deseos humanos son racionales en la medida que correspondan a estos bienes naturales.

Tomando en cuenta lo anterior, la regla de oro “maximalista” asume una esencia humana y nos pide que consultemos nuestros deseos racionales para identificar los bienes naturales que necesitamos para desarrollarnos. Una vez identificados, nos ordena promoverlos. ¿Qué bienes? Siguiendo a Paul Weiss, bienes como “refugio, amistad y cooperación, entrenamiento, belleza y verdad” (“Man’s Freedom”, 1950). Añadamos trabajo, alimento, medicina, seguridad y algún otro bien que de seguro se nos escapa.

Volviendo a nuestro manual clásico de buen gobierno, según este el político se advocará a promover (o al menos no dañar) estos bienes. Poniendo el ejemplo de un alcalde, el bueno promoverá refugios como la ‘Casa de Todos’, construirá más ‘puentes de la amistad’, capacitará a los ambulantes, mantendrá bonita la ciudad, invertirá en bibliotecas y comedores populares, etcétera. En suma, tratará a los ciudadanos como quisiera que lo traten sus políticos.

Consistencia y deseos racionales: ingredientes clave para gobernar (y gobernarnos) bien.

Alonso Villarán es profesor de Ética en la Universidad del Pacífico