María José Guerrero

La noticia de la excarcelación de 222 presos políticos del régimen de sobrecogió a la madrugada del 9 de febrero. Una decisión súbita del dictador cuyos perversos pormenores se conocerían más tarde ese día, pues la liberación de los opositores estuvo condicionada a la aceptación “voluntaria” de su destierro inmediato hacia Estados Unidos y acompañada del despojo de la nacionalidad nicaragüense por el supuesto delito de “traición a la patria”.

Siete precandidatos presidenciales, activistas políticos, líderes estudiantiles, representantes campesinos, empresarios, religiosos y periodistas fueron expulsados de Nicaragua esa mañana. Así, han sido inhabilitados de forma perpetua para ejercer la función pública y para competir por cargos de elección popular; además, sus derechos ciudadanos han sido suspendidos de por vida.

Pero ¿qué motivó a Ortega a liberar a los presos políticos? Según fuentes allegadas al régimen, podría tratarse de un acto unilateral de la dictadura para propiciar el diálogo con el gobierno de EE.UU., con el fin de negociar las sanciones individuales que pesan sobre su círculo más cercano, en particular sobre los hijos de la pareja dictatorial. A través de un comunicado, el secretario de Estado de EE.UU., Antony J. Blinken, expresó que la liberación de los presos políticos “marca un paso constructivo para abordar los abusos de derechos humanos en el país y abre la puerta a un mayor diálogo entre EE.UU. y Nicaragua sobre temas de interés”. Sin duda, el aplacamiento de la presión de la comunidad y la prensa internacional y, de paso, el exterminio de las voces de oposición dentro del país, constituirían algunos de los móviles sopesados por el régimen.

Los testimonios de los presos políticos se van dando a conocer con el paso de los días. Historias de malos tratos y torturas: negación de atención médica, visitas sin contacto, falta de socialización, encierros prolongados y carencias alimenticias. Dora María Téllez, excompañera de armas de Daniel Ortega durante la revolución sandinista, declaró que el régimen de reclusión aplicado a los presos políticos fue inhumano, pero que el ensañamiento fue especialmente despiadado con las mujeres. Ella fue una de las cuatro mujeres que fueron confinadas en una celda con aislamiento total y con control de cámaras las 24 horas.

Las mazmorras oficialistas retienen aún a más de 30 víctimas de desaparición forzada. Entre ellos, monseñor Rolando Álvarez, obispo de la diócesis de Matagalpa, que se negó al destierro el 9 de febrero y que generó que Ortega tuviera un exabrupto público en contra del religioso en una aparición televisiva. Al día siguiente, un juez-títere de la dictadura lo condenó a 26 años de cárcel por los delitos de “traición a la patria”, “menoscabo de la integridad nacional” y “propagación de noticias falsas”. La dictadura se ha encarnizado en la persecución política contra la Iglesia Católica, último reducto de la sociedad civil que eleva su voz crítica contra el régimen. El papa Francisco, que ha sostenido un vergonzoso silencio ante la crisis en Nicaragua, pronunció unas palabras ante la plaza de San Pedro este domingo para referir su “preocupación y dolor” por el apresamiento y condena de monseñor Álvarez. Además, pidió la intercesión de la Virgen María “para que abra el corazón de los responsables políticos y de todos los ciudadanos a la sincera búsqueda de la paz, que nace de la verdad, de la justicia, de la libertad y del amor”. La diplomacia discreta del pontífice es percibida con desconcierto por la comunidad católica que representa un 44,9% de los 6,6 millones de habitantes de Nicaragua.

La comunidad internacional no debe inferir que la liberación de los opositores es un acto de buena voluntad del régimen de Ortega. La medida ha venido acompañada con el destierro y el retiro de la nacionalidad de los presos políticos, lo que constituye una flagrante violación de los artículos 13 y 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las sanciones económicas han demostrado ser un arma efectiva y dolorosa para los Ortega y la comunidad internacional debe aplicar penalidades aún más enérgicas para desgastar a la dictadura.