(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
César Azabache

Odebrecht es uno de los muy escasos temas en los que no deberíamos disentir. Y sin embargo, más de un año después de las confesiones de Washington, no hemos sido capaces de establecer metas colectivas que nos permitan enfrentar las secuelas de esta historia. Nos hemos perdido en la tiniebla de las zonas grises, en los debates sobre los puntos controvertidos que de manera inevitable forman un caso legal cuando intentan expandirse más allá de su núcleo principal, el que le da fundamento.  

Hemos perdido energías institucionales que entre nosotros son extremadamente escasas sin alcanzar ningún objetivo práctico que nos permita reconocer un saldo positivo al final de este primer período, si miramos el conjunto. 

En diciembre del 2016, Odebrecht confesó en Washington que había pagado en el Perú sobornos por US$29 millones (actualmente más de US$43 millones). Confesó además que había obtenido ganancias ilícitas por US$143 millones (cifra que hasta ahora nadie ha auditado oficialmente).  

Sobre esta base, solo nuestra impericia puede explicar que no tengamos ya un acuerdo de reparación firmado que nos permita contar con un pago fijo programado por los daños establecidos y un fondo de contingencia destinado a reparar los hallazgos que puedan descubrirse en el futuro. De hecho, nadie necesita tribunales para obtener una reparación por daños que el perpetrador ha confesado haber causado. En casos como estos, solo se requiere un procedimiento de medición de perjuicios aceptado por ambas partes y una negociación libre de interferencias para equilibrar el resultado en un tiempo razonable.  

Sin embargo, perdimos todo el 2017 sin obtener un acuerdo que los manuales presentarían como fácil de alcanzar. A falta de un acuerdo oportuno no pudimos contener, y al contrario, multiplicamos, el indeseado efecto colateral que casos de estas dimensiones inevitablemente producen sobre la economía.  

Y ahora, más de un año después de las confesiones de Washington, estamos concentrados en revisar cómo extender en el tiempo las medidas de urgencia que adoptamos el verano pasado, cuando esperábamos que las negociaciones con Odebrecht se iniciaran. Por supuesto que hay una nueva urgencia: la que representa la expansión de los efectos colaterales del caso a todo el sector infraestructura. Ese es, sin duda, un asunto nuevo y merece sus propias medidas de urgencia.  

Pero por lo que toca a Odebrecht, no hubo durante el 2017 ninguna negociación en serio y no la hay aún ahora. En lo que toca a este asunto, en los debates actuales estamos intentando afinar instrumentos que nadie está intentando utilizar.  

No obstante –y esto es innegable–, las medidas de urgencia de febrero del 2017 contienen dos herramientas que parecen haber llegado para quedarse. Me refiero al uso de fideicomisos para asegurar el pago de reparaciones por daños y a la intervención del agraviado (no solo del Estado) en la venta de activos del perpetrador. Y a ellas tiene sentido agregar el uso de fianzas judiciales como alternativa a los fideicomisos y la creación de procedimientos de colaboración eficaz y clemencia para personas jurídicas que cooperen con la justicia o acepten asumir responsabilidades corporativas sin necesidad de ir a un juicio.  

Se trata de cuatro medidas agresivas, sin duda, que la ley debería entregar a los tribunales de justicia. Pero, con los límites correctos, son cuatro medidas que pueden marcar un importante punto de quiebre en el proceso en marcha.  

El Congreso está entretenido ahora en un debate innecesario sobre algo tan intolerable como la explotación del trabajo juvenil. Pero si cambiamos de página, ese mismo Congreso podría convertirse en la instancia que marque un punto de quiebre en la cadena de errores que ha dado origen al fracaso de esta historia.  

Fuera del Congreso hay una segunda corporación pública que puede marcar ese cambio de timón que requerimos con tanta urgencia. Se trata del Tribunal Constitucional, que acaba de recibir en audiencia el caso Humala/Heredia, sobre la falta de necesidad de sostener su detención.  

Ese es otro frente de enormes desatinos por enmendar. Creo que todos sentimos que la pareja Humala/Heredia debe ir a juicio. Pero coincidiremos también en que ese juicio debió comenzar hace casi seis meses. El retraso ha erosionado por completo la legitimidad que podía reclamar la detención de la pareja hace medio año, cuando parecíamos estar ante un juicio inminente. Una investigación sin fecha de término y una acusación que jamás llega no pueden justificar que se mantenga en prisión a nadie.  

La prisión preventiva también es un recurso escaso. Su uso excesivo deteriora la legitimidad que requieren las autoridades para emplearla. Por eso, al resolver el caso Humala/Heredia, el Tribunal Constitucional puede devolver el orden a un sistema que, aún entrampado en el manejo del tiempo, necesita aire suficiente para poder desenvolverse sin desviaciones ni entuertos.  

Dos tareas por hacer. No parece demasiado, ¿verdad?