Alfredo Thorne

Las decisiones recientes de los partidos políticos en el Congreso nos hacen pensar que viven en un mundo paralelo separado de la realidad y de los electores. Algunos teníamos la esperanza de que las elecciones del 2026 iban a ser distintas. Que las reformas electorales que se habían planteado y que el Congreso podría aprobar nos iban permitir acercar los partidos políticos al electorado y legitimar la política.

Parece que no va a ser así, que los partidos representados en el Congreso han decidido hacer valer sus intereses individuales antes que los colectivos. El último golpe fue la eliminación de la obligatoriedad de las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias () para que los partidos elijan sus candidatos y permitirles que opten por tres posibles alternativas, entre ellas, la más popular, las elecciones por delegados.

Existía alguna esperanza de que las PASO, junto con otros cambios electorales, al transferir la decisión al electorado, podrían transformar los partidos. Dejarían de ser instrumentos para extraer rentas del Estado y convertirlos en instituciones representativas. Las PASO eran un instrumento más para devolverle al electorado la decisión de elegir a los candidatos finales.

Muchos colegas han insistido, con razón, en que las PASO debían ir acompañadas de otras reformas que fortalezcan nuestra democracia y nos ayuden a construir los consensos para seguir avanzando. Estas, en nuestra opinión, podrían ser la reintroducción del Senado elegido con una fórmula unitaria; la reelección de representantes al Congreso y otros cargos de elección popular, exceptuado el presidente; la elección de los congresistas en distritos electorales más pequeños; y la prohibición de que ciudadanos con sentencia judicial firme o investigaciones severas avanzadas puedan postular a cargos populares.

Pareciera que esta era la lista mínima de deseos para transformar nuestro sistema político. Pero uno se pregunta si con esta lista podríamos cambiar el comportamiento de los partidos. ¿Podríamos con estas reformas impedir que lleguen al Congreso representantes que ponen sus intereses por delante de los colectivos? Más aún, ¿qué congresistas elegidos no se prestan al cambio de sus votos por beneficios a una serie de empresas que pululan entre la informalidad y la ilegalidad?

Puesto de esta forma, parece que nuestras reformas electorales son una lista de buenas intenciones, pero no garantizan un cambio de comportamiento en los partidos políticos, que parece ser la clave de la defensa de nuestra democracia y el instrumento, como dije antes, para lograr los consensos necesarios para llevarnos al Estado moderno.

Pareciera que los partidos políticos no son más que un reflejo de la erosión de nuestra estructura productiva, donde la formalidad ha dado paso a la informalidad e ilegalidad productiva. No podríamos explicar de otra forma la contrareforma que hemos visto en estos últimos años y que abarca casi todos los niveles. Siendo este mundo, en su mayoría, informal-ilegal, no deberíamos de sorprendernos de que sean estos intereses los que predominen frente a aquellos que nos llevarían a la construcción de un Estado moderno.

Puesto de esta forma, lo que nos deberíamos preguntar es: ¿cómo logramos una transformación que nos permita alcanzar una democracia representativa donde los intereses de la mayoría predominen sobre los individuales?

Aun cuando no existe una respuesta única a este problema, pienso que insistir en una reforma política sin acompañarla de una reforma a favor del crecimiento sostenido e inclusivo, donde la formalización sea un elemento central, no va a lograr transformar nuestra democracia. Debemos de aceptar que el retroceso en nuestra democracia es un reflejo de la informalización de nuestra estructura productiva, que toca no solamente el mercado laboral, sino casi todos los sectores productivos.

En el 2016 desarrollamos una estrategia de formalización y quisimos que fuera el instrumento principal para acelerar el crecimiento. Sin embargo, este esfuerzo fue dejado y desde el 2018 se optó por el populismo económico. Muchos sectores altamente informales obtuvieron beneficios tributarios o normativos, pero poco se hizo por condicionar estos a su formalización. Recientemente, la OCDE ha publicado un reporte con recomendaciones muy interesantes, pero ha pasado desapercibido.

Podríamos pensar que somos únicos en este proceso regresivo, pero no es así. Lo han vivido las grandes democracias desde el imperio romano, pasando por Europa y Estados Unidos. Como lo describe Francis Fukuyama en su libro “Political Order y Political Decay”: todas las sociedades modernas han tenido que luchar en contra del estado fallido que buscaba apropiarse de los recursos del Estado para su beneficio.

Lo que debemos tener en cuenta es que solo el Estado moderno democrático es capaz de generar suficiente riqueza e inclusión de los distintos grupos y hacerlo sostenible. Nuestra meta debería ser consensuar una reforma productiva, de formalización e inclusión social, implementada junto con una reforma electoral.

Los Estados fallidos son, finalmente, temporales. En 1513, Nicolás Maquiavelo en su obra póstuma, “El Príncipe”, decía “hay dos formas de mantenerse en el poder: con el apoyo del pueblo o con el uso de la fuerza”.

Alfredo Thorne Exministro de Economía y Finanzas