El Señor de los Milagros, por Rafael Sánchez-Concha
El Señor de los Milagros, por Rafael Sánchez-Concha
Rafael Sánchez-Concha

Una de las devociones cristológicas más populares y profundas de América es la del Señor de los Milagros o Cristo de las Maravillas, iniciada a mediados del siglo XVII en la capital del Virreinato del Perú. La historia registra sus orígenes en el barrio de Pachacamilla, ubicado en la zona oeste de Lima, y llamado así por haber sido habitado por algunos indígenas procedentes del entorno del adoratorio prehispánico de Pachacámac. En ese mismo espacio, hacia 1650, unos negros de casta Angola, que habían conformado una cofradía en un rústico galpón, mandaron a pintar en una de las paredes de adobe una imagen de Jesús crucificado. 

Se sabe que en 1651 el fresco ya había sido estampado en el muro. El pincel del pintor anónimo no logró ninguna obra maestra, pero tampoco una figura esperpéntica, pues desde el principio motivó respeto y compasión, que fue realzada posteriormente con la presencia de María Santísima y María Magdalena (aunque algunos identifican a esta última con San Juan Evangelista). 

El 13 de noviembre de 1655 la capital peruana sufrió un terremoto que produjo gran ruina y miedo, y el recinto en el que los negros reunían a su hermandad fue destruido, salvo la pared que exhibía al Mártir del Calvario. Tal suceso fue asumido como una manifestación sobrenatural y dio inicio a la fama y culto del Señor de los Milagros entre los limeños. Y ante tan grande y creciente fervor, casi dieciséis años después del cataclismo, el 14 de setiembre de 1671, se celebró la primera misa a los pies del crucificado. Aquel día coincidió con la fiesta de la Exaltación de la Cruz.   

El 20 de octubre de 1687, otro gran sismo asoló Lima y el pánico ante el castigo divino volvió a apresar a sus moradores. Fue entonces que un peninsular caritativo y devoto de dicha advocación, Sebastián de Antuñano, propuso a los adoradores del Cristo copiar su efigie en un lienzo y sacarlo en procesión para pedir perdón por los pecados cometidos. Esa fue la primera vez en la que esta representación de Jesús recorrió las calles limeñas. Antuñano, que había nacido en Vizcaya, inicialmente se dedicó al comercio y llegó a ostentar el rango de capitán de milicias. Tras un proceso de conversión interior dijo haber oído la voz del mismo Nazareno, que le pidió: “Sebastián, ven a hacerme compañía y a cuidar del esplendor de mi culto”. Ello fue lo que le llevó a decidirse a custodiar la sagrada imagen de forma perpetua.

La iglesia y monasterio que acogen al Cristo, que es el de Las Nazarenas, fue iniciativa de Antonia Lucía del Espíritu Santo, fundadora del Instituto Nazareno. Ella nació en Guayaquil en 1646, y hacia los 11 años llegó al Callao. Desde muy temprano sintió vocación religiosa; sin embargo, sus padres concertaron su matrimonio con el hidalgo Alonso de Quintanilla, quien falleció poco tiempo después de la boda. 

Según su biógrafa, sor Josefa de la Providencia, Antonia Lucía fue testigo de una aparición del Salvador vestido con una túnica morada, quien se le acercó y la vistió exactamente igual a él, colocándole una soga al cuello y una corona de espinas en la cabeza. A partir de ese momento se resolvió por la ejecución de un proyecto: la fundación de un beaterio. Con la ayuda de personas acaudaladas se instaló provisionalmente en el barrio de Monserrate, donde permaneció catorce años, hasta que un benefactor, el mencionado Antuñano, consiguió para ella y sus religiosas un espacio adecuado en el terreno que actualmente ocupa el convento y templo de Las Nazarenas. 

Casi a mediados del siglo XVIII, Lima registró uno de sus peores terremotos. El 28 de octubre de 1746, un movimiento telúrico destruyó gran parte de la Ciudad de los Reyes y fue seguido por un maremoto que inundó el Callao. Ese mismo día se recurrió a la protección del Señor de los Milagros y se le sacó en procesión. Desde entonces recorre las calles de Lima todos los años en ese mes y toma distintos caminos. Por su atributo como defensor ante los frecuentes sismos que sufre la capital peruana, el cabildo limeño lo declaró “patrono jurado por la Ciudad de los Reyes contra los temblores que azotan la tierra”.   

En cuanto a su descripción iconográfica, se trata de un crucificado muerto de aspecto pálido, macilento y sangrante. A su derecha se ubica María Dolorosa, y a su izquierda María Magdalena. En la parte superior destaca Dios Creador del Cielo y de la Tierra, y debajo de él el Espíritu Santo representado como una paloma. El fondo muestra un cielo tenebroso que contrasta con la luminosidad emanada del Padre. Sobre la Cruz, a la diestra aparece un sol radiante, y a la siniestra una media luna, lo que hace semejante a esta advocación con la representación del Señor de Malta.

El anda, que conduce el lienzo del Cristo, suele ser cargada por 36 miembros de su hermandad, y tiene un peso de aproximadamente 450 kilogramos. El Redentor aparece aquí coronado. El cuadro luce enmarcado por un arco de plata, y delante de este se colocan cirios encendidos y arreglos florales que ofrecen sus fieles, las comunidades y las instituciones de la ciudad. Es importante mencionar que al reverso de la imagen ubicamos a Nuestra Señora de la Nube, devoción procedente de Quito, que se inicia en 1696 y que se muestra con los atributos de reina y madre de la pureza: el cetro, la azucena y el olivo.  

En torno del Señor de los Milagros se han escrito innumerables trabajos de orden histórico, artístico, social y costumbrista. Sin embargo, son pocos los que explican el porqué del gran apego de los peruanos, en su propia patria y en el extranjero, a esta forma de comprender al crucificado.