En la Roma imperial, la comisión de un delito podía traer consigo consecuencias graves como la pérdida de la libertad (convertirse en esclavo, como en la película Ben-Hur), de la ciudadanía romana o del propio estatus familiar. A esto se le llamaba “capitis diminutio” (disminución de cabeza), es decir, la pérdida total o parcial de los derechos o capacidades ciudadanas, como se describe en Las Instituciones de Justiniano (Libro I, Título XVI).
Algo parecido sucede cuando alguien es investigado por lavado de activos. El derecho constitucional a la presunción de inocencia ordena que nadie puede ser tratado como culpable mientras no exista una sentencia final condenatoria, pero este derecho suele operar frente al Estado (garantía vertical) y no ante los particulares (garantía horizontal). Por ese motivo, por ejemplo, los bancos le niegan líneas de crédito, préstamos o hipotecas a las empresas y personas investigadas por lavado, los notarios prefieren no atender las transacciones de dichos investigados, tampoco las empresas suelen contratar, al menos en puestos importantes, a estos sospechosos de ser lavadores.
Es más, si en el proceso penal se levanta el secreto bancario, el investigado ingresa a una base de datos de la UIF-Perú, de los bancos y de las múltiples empresas que venden información, como servicios de ‘compliance’ o filtros de recursos humanos. Una venta, por cierto, bastante extraña porque esas bases de datos solo le pertenecen al Estado, en especial por la reserva del proceso y por los alcances de la Ley de Protección de Datos Personales, de modo que no se entiende cómo estos pueden ser privatizados y vendidos a otras empresas.
Una investigación por lavado, por lo tanto, no es como cualquier otra, el solo procesamiento ya trae consigo daño reputacional y una pérdida de las capacidades financieras y contractuales del investigado. Es la llamada “pena de banquillo”. Por ese motivo, la decisión del Ministerio Público de iniciar un caso contra un ciudadano debe contar con una minina motivación, es lo que la Corte Suprema denomina “sospecha inicial simple” (Sentencia Plenaria Casatoria N° 1-2017), esto es, “puntos de partida objetivos, es decir, un apoyo, justificado por hechos concretos –solo con cierto nivel de delimitación– y basado en la experiencia criminalística de que se ha cometido un hecho punible perseguible que puede ser constitutivo de delito –en este caso de lavado de activos–”. “Se requiere de indicios procedimentales o fácticos relativos –aunque con cierto nivel de delimitación–, sin los cuales no puede fundarse sospecha alguna[...]. Es, pues, un juicio de posibilidad que realiza el Fiscal, […] y que exige una valoración circunstanciada de su parte” (Fundamento Jurídico 24°A).
Esta mínima exigencia de la Corte Suprema no ha recibido una interpretación uniforme. Los abogados pugnan para que las investigaciones solo se inicien si se cuenta con al menos alguna prueba o referencia sobre el delito precedente, o el modo en que los activos han sido blanqueados. Pero los fiscales mayoritariamente consideran que la sola existencia de un patrimonio (¡tener bienes no es delito!), un dato periodístico, una denuncia anónima o la especulación o dicho de alguien, son un fundamento suficiente para gatillar un proceso por lavado.
Esto explica por qué, entre otras razones, de enero del 2012 a junio del 2018 el Poder Judicial solo sancionó a 135 personas y 5 empresas por lavado de dinero (“Gestión” de 14.2.19, pg. 22). Una cifra muy modesta frente a lo que se considera una industria criminal en alarmante expansión, pero que además indica como, si bien es fácil ser procesado por lavado, las posibilidades de ser condenado son bajas o incluso remotas.
La fiscalía no tiene recursos infinitos, estos procesos son bastante costosos para el tesoro público, en tiempo, dinero, horas de funcionarios públicos, etc. Pero también para los ciudadanos: la pena de banquillo, la capitis diminutio. Siempre que la fiscalía defina con claridad los alcances de esa sospecha inicial simple y asigne sus esfuerzos para encontrar y perseguir a los verdaderos lavadores, la llamada guerra o lucha contra el lavado de activos puede tener un futuro. Los escasos recursos públicos deben administrarse con eficiencia porque, como ha dicho Guido Calabresi, “en un mundo donde los recursos son escasos, desperdiciar es injusto”.