Gabriel Arriarán

El tema de la comenzó a cobrar cierta relevancia en el Perú durante la primera década del presente siglo. Desde entonces, se ha insistido en la comprensión de este delito como una situación. El enfoque conduce, naturalmente, hacia la persecución de quienes se benefician de este crimen, a veces de forma circunstancial.

El problema es que hay demasiados casos en que los tratantes de personas han sido ellos mismos víctimas. Víctimas y traficantes comparten orígenes y características sociales. La intensificación de la persecución y el endurecimiento de las penas, pues, no conseguirán reducir la incidencia de este delito. Tampoco atacarán las causas sociales y políticas generadoras de las situaciones en que ocurre la trata de personas. Pero sí conseguirán criminalizar la exclusión, la pobreza y la ausencia de oportunidades de empleo, particularmente en el sur andino.

Cualquier iniciativa que busque abordar con un mínimo de seriedad la reducción del número de casos anuales de trata de personas en el Perú tiene que articularse, entre otras cosas, con políticas de empleo local y regional, si es que existen. Y si no existen, deben crearlas.

La profesora de un colegio secundario en Urcos –un pueblo a la salida de Cusco hacia Madre de Dios– una vez me contó que la cantidad de alumnos que concluyen un año lectivo nunca es la misma que la que lo comienza al año siguiente. Llegada la época de la matrícula, normalmente faltan cuatro, cinco o seis alumnos. Al comenzar el verano, los jóvenes salen de su provincia natal a buscar trabajo, con la finalidad de comprarse útiles, libros y uniformes para continuar estudiando al año siguiente.

Otro dato sugerente surgió de un estudio realizado entre mujeres que trabajaban en , el campamento de la más grande del país. Las mujeres que eran explotadas sexualmente en los burdeles clandestinos cercanos a la Carretera Interoceánica, comparativamente hablando, tenían mucha mayor instrucción formal (habían terminado la secundaria, eran estudiantes de enfermería) que aquellas que no sufrían ningún tipo de explotación (básicamente, madres de familia). A diferencia de estas últimas, entre las primeras, la porción de la población que no era oriunda de la región era significativamente más grande.

Ambos datos hablan de una intensa demanda de educación (un servicio que el Estado difícilmente provee con un mínimo de calidad en Cusco, Puno y Madre de Dios), de jóvenes que necesitan trabajar para concluir con sus estudios, y de un mercado de trabajo en el sur andino que no es capaz de absorber la oferta que año a año se gradúa del colegio, de los institutos o de la universidad.

A partir de aquí, el proceso por el que una persona es despojada de sus derechos para ser procesada como una víctima de trata de personas se repite más o menos igual desde hace decenios. Los jóvenes se acercan a las mismas plazas y mercados donde, desde hace décadas, se publican irreales ofertas laborales, o escuchan esas mismas ofertas de empleo en la publicidad que se contrata en las radios de su localidad. Se retienen sus documentos. Se les genera una deuda a partir de la que quedarán enganchados. En menos de dos días pueden quedar despojados de los pocos derechos que protege el Estado Peruano, y se convierten en víctimas de trata de personas con fines de explotación laboral o sexual. Algunos de ellos desaparecerán, o aparecerán después de un tiempo. Otros quedarán desaparecidos.

Es un ciclo que se repite año tras año, sin que el Estado sea capaz de detectar este mínimo patrón ni, mucho menos, implementar medidas simples para cortarlo.

Medidas como, por ejemplo, exigir a las municipalidades de los centros poblados y distritos de donde provienen mayoritariamente las víctimas –se trata de localidades ya claramente identificadas– que concentren la inversión pública en los meses del verano, para, así, generar programas de trabajo temporal que evitarían que al menos una parte de los escolares migren en busca de trabajo fuera de sus localidades y caigan en manos de las redes de tratantes que los conducirán a explotar a un campamento de la minería ilegal, un plantío de coca o un burdel de mala muerte al lado de una carretera.

No es tan difícil.

Gabriel Arriarán es antropólogo especializado en economías ilegales