"[Martín Vizcarra] No interpretó que el mandato recibido de la ciudadanía también era el de gobernar, es decir, ejecutar las funciones propias del Poder Ejecutivo, gestionar de la mejor manera posible". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"[Martín Vizcarra] No interpretó que el mandato recibido de la ciudadanía también era el de gobernar, es decir, ejecutar las funciones propias del Poder Ejecutivo, gestionar de la mejor manera posible". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Gianfranco Castagnola

Cuando el presidente asumió la jefatura del Ejecutivo en marzo del 2018, escribimos en esta columna que “el gobierno tiene un mandato de tres años y medio. No es un régimen de transición (hay países cuyos gobiernos son elegidos por cuatro años). Debe actuar, y rápido, para promover un plan mínimo de reformas, indispensables para mejorar la competitividad del país, encender nuevos motores de crecimiento y avanzar, en lo posible, en hacer que el Estado provea eficientemente buenos servicios a los ciudadanos”. Lamentablemente, nada de esto sucedió. En 16 meses al mando, su gestión en temas económicos, sociales y de seguridad careció de ambición y respondió, más bien, a la lógica de un gobierno de transición. Su propuesta para recortar su mandato y adelantar las elecciones generales parece ser el resultado esperable de tal visión.

Es posible que el presidente Vizcarra haya pensado que su capital político le alcanzaba únicamente para impulsar las reformas de los sistemas judicial y político y la lucha anticorrupción. No interpretó que el mandato recibido de la ciudadanía también era el de gobernar, es decir, ejecutar las funciones propias del Poder Ejecutivo, gestionar de la mejor manera posible.

Por ejemplo, el proyecto ofrecía al Gobierno una muy buena oportunidad para mostrar su identificación con el Estado de derecho –pues la empresa había cumplido todos los requisitos para obtener su licencia–; así como su compromiso con el desarrollo del país, pues estaba en juego una inversión productiva de US$1.400 millones, que en su etapa de desarrollo crearía nueve mil empleos y en la de producción, US$800 millones anuales de exportación y S/273 millones de canon y regalías para Arequipa; y su capacidad de manejo de una situación potencialmente conflictiva. La forma cómo se aprobó y los sucesos posteriores –incluyendo la penosa visita del presidente a Arequipa– vienen mostrando que el Gobierno carece de convicción para sacar adelante el proyecto o de capacidad para hacerlo.

Ningún ministerio vinculado a actividades productivas, provisión de infraestructura o temas sociales ha transmitido una agenda mínimamente ambiciosa. El Ministerio de Agricultura pareciera mirar desde la tribuna cómo proyectos emblemáticos, como Chavimochic III o Majes Siguas II, siguen detenidos –si bien están en manos de sus respectivas regiones, mucho podría haber hecho por revivirlos, como al menos lo ha intentado el –. El Ministerio de Energía y Minas no solo ha tratado Tía María como una papa caliente que no quería recibir, sino que ha sido incapaz de iniciar el ordenamiento regulatorio del sector energético y apoyar, desde el Estado, el avance de otros proyectos mineros y de hidrocarburos. Pro Inversión apenas ha licitado un proyecto relevante (las plantas de tratamiento del lago Titicaca) en los primeros siete meses de este año. Su lista de proyectos sigue siendo virtualmente la misma que la de hace tres años. Pareciera que el gran mandato a los diversos funcionarios hubiera sido el de llegar al 2021 sin hacer olas y sin correr riesgos que afecten, de alguna manera, el índice de aprobación popular presidencial. La pobreza de esta agenda se vio reflejada en la primera parte del discurso del presidente Vizcarra el 28 de julio.

El MEF –además de continuar con el manejo responsable de la macroeconomía vigente durante los últimos 29 años– trabajó el Plan Nacional de Competitividad y el Plan Nacional de Infraestructura (PNI). Ambos son esfuerzos valiosos. El PNI podría marcar un punto de inflexión en la priorización y ejecución de proyectos de infraestructura. Pero estos planes corren el riesgo de quedarse en el papel si el MEF no logra el apoyo de otras carteras que se han mostrado pusilánimes para emprender reformas.

Es innegable que el Ejecutivo ha enfrentado un Congreso obstruccionista en extremo que, con su beligerancia, ha exacerbado el malestar de la ciudadanía. Pero muchas de las acciones anteriormente mencionadas no requerían de nuevas leyes, sino de liderazgo decidido para fijarse metas razonablemente ambiciosas, emprenderlas y defenderlas con convicción ante la opinión pública. Ello hubiera requerido convocar a las personas apropiadas y respaldarlas desde el más alto nivel cuando ellas enfrentaran la reacción de sectores que pierden con las reformas, o que por razones ideológicas o políticas se oponen a proyectos mineros o de infraestructura.

En este contexto, la iniciativa para adelantar las elecciones generales al 2020 no parece ser una jugada política audaz ni un gesto de generoso desprendimiento, sino una amarga abdicación. La propuesta debilita aún más nuestra frágil institucionalidad y deja un riesgoso precedente para promover la liquidación de gobiernos o Congresos cada vez que nos sintamos insatisfechos con su gestión, además de llevarnos a un proceso electoral apresurado, con las viejas reglas y los partidos políticos de siempre.

Dicho esto, y estando donde estamos hoy, el mejor escenario –o el menos malo– es dejar ir al presidente que no quiere gobernar y al Congreso que se ganó el rechazo de la ciudadanía. Tengamos al menos la certeza de la fecha de elecciones, como escribió el domingo pasado en El Comercio. Y pongamos todos de nuestra parte para tratar de que en el siguiente quinquenio se pueda recuperar el tiempo perdido.

*Este artículo fue escrito antes de conocerse la suspensión de la licencia de construcción del proyecto minero Tía María.