Altas aspiraciones, por Renato Cisneros
Altas aspiraciones, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Para un colombiano que intenta curarse las heridas de la época en que en su país mandaban los capos de la droga, no debe de ser sencillo digerir el fenómeno Narcos, la serie de Netflix cuya segunda temporada –estrenada a inicios de mes– viene igualando el brutal éxito internacional de la primera.

La ficción, como se sabe, se sirve de la compleja fi gura de Pablo Escobar para contar el apogeo y caída de las mafias del narcotráfico durante los ochenta y noventa: la formación de cárteles en Cali y Medellín, la guerra callejera con la policía, la complicidad con los políticos, el involucramiento del Gobierno norteamericano, la sucesión en los liderazgos criminales.

Las críticas en Colombia, por cierto, no se deben tanto a la existencia de la serie en sí misma –de hecho, los propios colombianos llevan años narrando el drama narco con producciones in-house como El cartel de los sapos (2008), Las muñecas de la mafia (2010) y la muy comentada El patrón del mal (2012)–, sino a su puesta en escena. Objetan el casting (en especial la elección del brasileño Wagner Moura para interpretar a Escobar) y sobre todo reprueban los “errores históricos” que, según ellos, hacen de Narcos un contenido inverosímil. El lunes pasado, el mismísimo hijo de Escobar, Juan Pablo Escobar Henao –rebautizado Sebastián Marroquín– difundió en su cuenta de Facebook un listado bajo el título “las 28 fantasías de Narcos 2”.

Es evidente que Netflix intenta captar a una audiencia no colombiana, y en ese sentido cabe decir que su apuesta no solo es válida, sino muy cumplidora. La serie no pretende ejercer una pedagogía pormenorizada, sino recrear, con la mayor autenticidad posible, los episodios cruentos de esos años en que Colombia se hallaba sumida en el descrédito internacional. Su ambición no es formativa, sino meramente funcional: no quiere juzgar ni enseñar, sino contar y entretener.

Me parece que, en general, los fans de Narcos celebran la narración vertiginosa, la dramatización explícita de los ajustes de cuentas, el inserto de imágenes reales y la actuación del elenco, empezando por Moura, quien –a pesar de haber tenido que aprender español especialmente para su personaje– compone un Escobar creíble en su doble papel de hombre de familia, sentimental y romántico, y de patrón maléfico e inescrupuloso que ordena el asesinato de sus adversarios mientras lanza con énfasis esos pegajosos “hijoeputa”.

Se presume que en las dos temporadas siguientes –con Escobar fuera del pleito– los autores de Narcos harán recaer el peso de la trama en los agentes de la DEA Murphy y Peña, esa dupla que por momentos resbala en la caricatura de Starsky & Hutch.

La pregunta que le queda al espectador peruano es cuándo podrá verse por estos lares una producción ambiciosa y exportable inspirada en los delitos, los villanos y los incontables hechos surrealistas que nos legó la década de los noventa. El Grupo Colina, los casos Barrios Altos y La Cantuta, la Operación Chavín de Huántar, el transfuguismo, las noches del SIN, los últimos días del fujimorato. Hay material de sobra para una serie de varias temporadas. ¿O vamos a esperar que Montesinos salga de la cárcel para que termine de filmarla?

Esta columna fue publicada el 24 de setiembre en la revista Somos.