(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Santiago Roncagliolo

Hace un tiempo, una chica que conozco posteó en Facebook su peor encuentro de Tinder. Se había citado con el tipo en un bar. Se habían gustado. Se habían desplazado a casa de ella. Habían sostenido una relación sexual, por decirlo así, bastante lamentable. Y en cuanto ella fue al baño, él se marchó de su casa sin despedirse.

Mi conocida acusaba a su breve amante de machista, y se lamentaba: “¿Ya nadie es capaz de ofrecer siquiera un poco de cariño?”.

No pretendo disculpar a ese tipo. Quizá era un machista y consideró a esta mujer un objeto de placer tan instantáneo como un café en polvo. O quizá no tenía mucha experiencia y se encontró sobrepasado por una situación que no sabía manejar. En todo caso, después de leer el post, yo me hice otras preguntas: ¿Es una el lugar adecuado para esperar cariño? ¿Puede cualquiera, hombre o mujer, solicitar sentimientos por Internet, como se pide la compra del supermercado?

Suelo hacer viajes de trabajo, en los que me encuentro con amigos y amigas recurrentes. He visto a algunos y algunas de ellos y ellas llegar a un país y sacar su smartphone, como quien abre la carta de un restaurante. Van pasando las fotos de posibles parejas. A veces, contactan con una. Otras veces, solo echan un vistazo. En general, los que quieren sexo están satisfechos. Pero los que buscan cualquier conexión más intensa terminan por abandonarlo. Y con el tiempo, los primeros se van convirtiendo en los segundos. Los productos demasiado accesibles aburren con rapidez.

No niego que haya gente que encuentre el amor de su vida en la aplicación. O que sea perfectamente feliz eligiendo una pareja sexual tras otra a lo largo de su vida. En estos temas, cada persona es un mundo. Y no me extrañaría que mis conocidos fuesen justo los raros.

Solo afirmo que la está instalando una zona fantasma en la intimidad. Consumimos relaciones humanas determinadas por un algoritmo. Pedimos a una privada global que nos contacte con personas, porque hemos perdido la capacidad de hacerlo en persona. Estamos adquiriendo un producto defectuoso por definición. Nos hemos acostumbrado a administrarnos placebos –como el café sin cafeína o la leche sin lactosa– y ahora buscamos humanos placebo.

Eso sí: el producto es cada vez más competitivo. Semanas atrás, un amigo muy exitoso me enseñó su nueva aplicación: un Tinder con glamur. Solo pueden inscribirse en ella personas con altos niveles de ingresos en profesiones creativas. Y hace falta pagar casi cien dólares para hacer contacto. No me atreví a decírselo a mi amigo –y espero que no lea esta columna–, pero pensé que, con esa aplicación, él solo conocerá a réplicas de sí mismo.

Admito que el narcisismo es bastante común entre solteros exitosos. Sin embargo, las aplicaciones para relacionarse se están volviendo en general más específicas. Existen más de 2.500 en el mercado. Las hay para latinos, judíos y lesbianas, incluso para los que no han decidido su identidad de género. Las hay para adictos al trabajo, amantes del vello facial o votantes de Donald Trump (no es broma). Paradójicamente, la abundante oferta del mercado de personas nos impide relacionarnos con gente diferente.

Siguiendo la tendencia, pronto podremos buscar a clones de nosotros mismos, con nuestras mismas características y defectos. Nos acostaremos con ellos sabiendo ya qué posturas practicaremos y cuánto tardará el orgasmo. La experiencia del consumidor será impecable. Pero no sentiremos nada por ellos. Ni ellos por nosotros. A menos que lo exijamos en nuestro perfil.