Andes milenarios, por Gonzalo Portocarrero
Andes milenarios, por Gonzalo Portocarrero
Redacción EC

El Perú es una nación muy nueva que está construyéndose sobre la base de un país muy antiguo. La verdad de este aserto es irrefutable pues en la sociedad peruana la solidaridad, el valor que funda la nación, dista de ser aún una actitud común. La tendencia a jerarquizar fragmenta nuestra sociedad ya que la gente mira al otro como más, o como menos, pero no como un igual.  Sacar ventaja es el sentido común pues vivimos en una sociedad donde la ley tiene escasa vigencia de manera que el dilema es abusar o ser abusado. Los sentimientos de respeto y fraternidad son incipientes y su desarrollo tendrá que basarse  tanto en las tradiciones que compartimos los peruanos como en la promesa de un proyecto sugerente de vida en común. La diversidad cultural, que es un hecho inapelable y a la larga positivo, significa que en el Perú consolidar la nación significa impulsar una adhesión reflexiva a las leyes como el único marco que hace posible el orden y la realización de la justicia. 

Pese a las diferentes tradiciones que concurren en el país es evidente que el Perú se enraíza en una historia milenaria. Un extranjero que viera un mapa de las Américas no pensaría que los pudieran ser la cuna de un desarrollo civilizatorio tan extraordinario como el que encontraron los invasores europeos en el siglo XVI. ¿Por qué no se desarrolló una cultura en la pampa argentina o en la pradera norteamericana? ¿Y por qué hubo una sedimentación cultural milenaria en los Andes centrales? Los territorios feraces favorecieron poblaciones nómades y dispersas que se sustentaron con la caza y la recolección. En los Andes centrales, en cambio,  no hay grandes planicies. La inmensidad de las montañas y la escasez de tierras cultivables significaron un reto que solo podía superarse gracias a una densa organización social y a un enorme esfuerzo. Construir andenes y acequias, y mantenerlos, exigía un trabajo permanente en sociedades que, gracias a la agricultura intensiva y la organización estatal, comienzan a ser capaces de sustentar a grandes poblaciones. 

El trabajo fuerte y bien organizado fue la clave para someter y transformar una geografía tan agreste. La prosperidad es consecuencia del carácter esforzado de los pueblos que lograron hacerse así un hogar en estas tierras. Y esta laboriosidad resulta de todo un conjunto de creencias y costumbres que hacen del trabajo una actividad altamente apreciada. Y es que en la antigüedad peruana el trabajo tiene como horizonte la fiesta, el momento de alegría desbordada donde hombres y mujeres tienen que retribuir a las montañas tutelares, y a la fertilidad de la tierra, mediante pagos y ofrendas pero, sobre todo, con su gratitud y entusiasmo. La laboriosidad es la virtud más valiosa. 

En la vertiente hispánica de nuestro país, el trabajo se definió como una carga o tortura que es mejor evitar. Algo que resta nobleza y que es propio de siervos. Sobre esta valoración se desarrolla el carácter rentista que marcó en profundidad al mundo criollo. La expectativa de vivir sin demasiado esfuerzo. Un ingreso seguro aunque sea modesto. 

En medio del choque y fusión de tradiciones que se desarrolla en el Perú moderno es visible el predominio de la laboriosidad sobre la actitud rentista. Este hecho es visible en la cultura de la migración, en el “desborde popular”, que es el factor más gravitante en la definición del Perú actual. Y este culto al trabajo tiene otro fundamento que aquel que la ética protestante proporcionó al capitalismo europeo. La reforma protestante santificó al trabajo pero desarraigó el horizonte de la fiesta, la alegría pasó a estar contaminada por la culpa. El esfuerzo austero se convirtió en el eje de la vida y la clave de la salvación. En los Andes centrales el vínculo entre trabajo y fiesta ha conservado una vitalidad visible en las celebraciones patronales y en los conciertos populares. Estamos lejos de la fiesta sin trabajo propia del mundo rentista pero también lejos del trabajo sin fiesta que caracteriza al protestantismo. La perspectiva de una laboriosidad alegre y colectiva es un legado de la antigüedad peruana que debemos agradecer, y valorar como uno de los fundamentos de nuestra emergente peculiaridad nacional.