Benjamín Marticorena

Desde los inicios de la ciencia moderna (siglo XVI) hasta hace 100 años, la fue una actividad individual y solitaria. En pocos casos, los científicos tenían discípulos con quienes compartir intuiciones e hipótesis de trabajo, o comparar resultados. Por puro impulso intelectual la gente de ciencia buscaba acrecentar el conocimiento de la naturaleza y de la sociedad. Aún las mejores universidades del mundo no prestaban mayor atención a esta actividad a la que, en cambio, hoy reconocemos como prioritaria para el desarrollo económico y social.

En efecto, además de su esencial valor cultural, en la actualidad el conocimiento producido por la investigación científica es, empleando el lenguaje de la economía, la mercancía por excelencia, y su escala y forma de creación tiene caracteres de producción industrial. Organizada deliberadamente y financiada por gobiernos, empresas y organismos multinacionales, la producción de nuevos conocimientos se realiza en instituciones que evolucionan continuamente en procura de optimizar su rendimiento en el dinámico y competitivo escenario mundial. Esas instituciones son universidades, institutos de investigación o centros de innovación sustantivamente refundados en comparación con lo que fueron en el inicio del siglo XX.

La demanda de nuevos conocimientos para mejorar el desempeño industrial, diversificar lo que se produce y hacer competitivos los servicios sociales obraron el tránsito entre la indagación científica como una actividad puramente intelectual, sin más propósito que el íntimo y elevado de revelar el mundo a sus practicantes, hacia un sistema intensivo de generación de conocimientos. Esa corrida se aceleró en la mitad del siglo pasado.

Antes de ese repentino salto, las comunidades nacionales de científicos estuvieron imbuidas de un principio deontológico consistente en no poder afirmar nada que no pudiera ponerse a prueba experimentalmente y con un riguroso razonamiento deductivo. Otro aspecto ético inherente a la actividad científica es el reconocimiento de los créditos de los autores de los descubrimientos. El ejercicio de esta sólida ética interior (la verdad debe demostrarse) y social (el autor debe ser reconocido) estaba asegurada por el juicio mayoritario de la comunidad de los especialistas, continuamente vigilante para atestar la rigurosidad de las pruebas y la exactitud de los resultados; es decir, su real condición científica. Este fue, en nuestro país, el ‘ethos’ de los microbiólogos, geólogos, botánicos, médicos y químicos que formaron la élite científica nacional en el último tercio del siglo XIX.

Había, en consecuencia, un control social (el de la comunidad científica) sobre lo que se producía en cada país y en el mundo. Pero con la llegada de la producción industrial de la ciencia, la tecnología, la multiplicación y la creciente diversidad de sus productos, el control social (aun cuando siempre es esencial a la integridad de la ciencia) se ha mostrado insuficiente para asegurar la observancia de la ética, especialmente en los países con débil institucionalidad.

Hoy la integridad del sistema está desafiada por personas inescrupulosas con prácticas fraudulentas como la compra de autorías en publicaciones científicas para atribuirse la propiedad de resultados de investigaciones en las que no han tenido parte. Su propósito es obtener inmerecidos reconocimientos académicos y pecuniarios. Aunque esta es una de las más empleadas formas de estafa a la confianza pública, no es la única que emplean los infractores.

Enfrentar estos delitos contra la ética científica solo es posible con un trabajo colaborativo que comprometa al conjunto de las instituciones del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Sinacti) y, muy especialmente, a las universidades e institutos públicos de investigación, lugares principales del trabajo científico que otorgan a sus miembros permisos de afiliación para publicar resultados de investigaciones. El Concytec, entidad rectora del sistema, debe promover la formación de comités de integridad científica en esas instituciones, desarrollar para sus miembros programas de información y capacitación para ese propósito y procesar la exclusión del Registro Nacional de Ciencia y Tecnología (Renacyt) de toda persona con prácticas dolosas. En el trabajo colaborativo institucional está la respuesta a este nuevo desafío a la moral pública.

Benjamín Marticorena es presidente de Concytec