Asunto de tres, por Renato Cisneros
Asunto de tres, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Esa mañana de diciembre Natalia salió del baño envuelta en toallas y se encontró de frente con mi cara de palo. No era para menos: hacía 20 minutos que debíamos haber tomado el taxi rumbo al aeropuerto de Cracovia para volar de regreso a Madrid. Soy un impuntual redomado salvo cuando tengo que tomar un avión. El retraso, sin embargo, no era la única razón de mi malhumor.

Habíamos pasado los últimos días entre Alemania y Polonia recorriendo museos y memoriales de la Segunda Guerra Mundial. Era una experiencia histórica y didáctica que hacía años perseguía, pero ahora que la habíamos concluido el entusiasmo original había devenido en malestar y agotamiento, sobre todo después de conocer Auschwitz. La visita al campo de concentración y exterminio, justo el día previo a nuestro retorno a España, me había dejado literalmente doblegado, angustiado, con una sensación fúnebre tan difícil de quitarse de encima.

Esa noche, después del tour que, repito, nos dejó abatidos, fuimos a cenar a un restaurante argentino en el centro de Cracovia. Pedí una carne jugosa, doble ración de papas y una botella de buen vino. Quería darme un festín. En un momento dado invité a Natalia a brindar por ese momento. “Salud por estar vivos”, le dije. “¿Estás bien?”, me preguntó ella, seguramente asustada ante mi repentina solemnidad. Pasé entonces a exponerle mi desazón, refiriendo el drama de las innumerables familias judías destrozadas por la guerra y el odio racial y recordándole el horror con el que habíamos estado en contacto a lo largo de toda la semana. Le dije que teníamos suerte de haber nacido en otro lugar y otra época, recalcando que eso tampoco garantizaba nada porque la fatalidad y la muerte siempre estarían al acecho, así que debíamos actuar sin miramientos, sin hacer planes ni pensar en el futuro, aprovechando cada minuto. Mi perorata existencialista acabó con una retahíla de oscuros lugares comunes. “La vida no es justa”, “la vida no tiene sentido”, “la vida no vale nada”. Encima era 30 de diciembre, de modo que mis palabras y mi estado de ánimo general estaban impregnados de esa triste melancolía con que se vive el fin de algo.

Pero cuando a la mañana siguiente, la última mañana de diciembre de 2016, Natalia salió del baño envuelta en toallas –una en la cabeza como turbante, otra alrededor del cuerpo como sudario–, mi expresión quejumbrosa se deshizo al ver lo que traía en la mano. Era un test de embarazo. Un test positivo. Las maletas se me soltaron de las manos. Todo se soltó de su sitio a decir verdad. Y cuando un segundo más tarde observé la marca indeleble que indicaba lo evidente tuve la impresión de que algo dentro de mí se extinguía o más bien mutaba. La mezcla de felicidad, pánico, dicha e incertidumbre fue tan súbita que solo atiné a abrazar a Natalia como quien se aferra a un árbol.

Aunque no me gusta ceder ante la superstición ni el pensamiento mágico, admito que ese día me sentí objeto de un reclamo irónico de la vida. Ese test positivo era un símbolo, era la vida misma encarándome, refutando mis aseveraciones pesimistas de la noche anterior, preguntándome “qué diablos sabes tú de mí”. A continuación corregí radicalmente mi postura porque de pronto me pareció que la vida sí era justa, estaba llena de sentido y le sobraba valor. De hecho me pasé todo el vuelo de regreso hablando con Natalia del futuro.

Decidimos conservar la noticia de nuestra paternidad en calidad de secreto temporal y cuando esa noche despedimos el año entre amigos, champán, fuegos artificiales y deseos de prosperidad, nosotros dos –es decir, nosotros tres– hacía rato que estábamos celebrando una fiesta paralela.