Maite  Vizcarra

El reciente triunfo de la encarnada en la distinción que acaba de alcanzar el cocinero Virgilio Martínez y su en el ránking británico The World’s 50 Best Restaurants no solo ha provocado un esperable orgullo entre la ciudadanía peruana, sino también polémica –sobre todo, en las redes sociales– dado que existen personas que consideran fatuo premiar una propuesta de cocina marcada por una clara sofisticación. O, lo que es peor, porque algunos piensan que, dada esa sofisticación, lo que se ha premiado no es en sí mismo la tradición culinaria peruana, sino cualquier otra cosa.

Esta polémica me lleva a centrar el orden de la discusión respecto a cómo se está percibiendo la gastronomía y su entorno en el país. Pues, si bien se trata de un oficio ancestral, en tanto está unido a la misma aparición de la especie humana, también es cierto que en pleno siglo XXI corresponde a una actividad que no solo mezcla la manufactura, sino, cada vez más, también el mundo de las ideas. El mundo de la innovación.

¿En qué momento esta actividad inmemorable se convierte en una industria creativa y sus productos en bienes intangibles? Pues cuando incluimos la creatividad en la ecuación. Gracias a la capacidad imaginativa de cocineras y cocineros peruanos, las técnicas gastronómicas se han actualizado, transformándose entre insumos sencillos, como cuchillos y fogones, hacia bienes muy elaborados. Tal vez por ello resulta importante destacar que un rasgo característico de estas actividades es la capacidad de ser ‘glocales’ –local y global–; es decir, que juegan entre las esferas de las tradiciones más ancestrales, pero usando formatos modernos y globales. Este es el caso no solo de la gastronomía, sino también del cine, la multimedia e incluso de los videojuegos.

No en vano, el surgimiento y la aparición de la gastronomía peruana en el mercado internacional se ha producido mediante una reconversión que combinó lo autóctono con lo foráneo. Esta construcción es el resultado de un proceso basado en el uso de la innovación y ha permitido diferenciar nuestra propuesta aplicando técnicas de la alta cocina internacional, al tiempo de sostenerse en la identidad, el acervo cultural y la biodiversidad del Perú.

Reconocer que la gastronomía del siglo XXI es más que un oficio y es propiamente parte de ese conjunto de actividades incluidas dentro de lo que se conoce como industrias creativas –que, según la Unesco, son aquellas en las que el producto o servicio contiene un elemento artístico o creativo– nos permite entender también por qué lo esencialmente peruano termina por mezclarse con códigos globales, al mejor estilo de una canción reversionada en Spotify.

Y con esto no estoy siendo una sacrílega. Por ello, quienes han empezado a cuestionar si lo que se disfruta en el restaurante Central es o no cocina –tradicional– peruana, soslayan que, como una más de las industrias creativas, la gastronomía responde a un proceso amplio y heterogéneo sujeto a factores como la globalización, el esteticismo de la oferta y la aparición de nuevos estilos de vida y consumo.

Una vez, estando yo en Bilbao a propósito de una misión tecnológica, un representante de un laboratorio de innovación gastronómica me comentó: “culturas tan diversas y sofisticadas se manifiestan claramente en productos elaborados como la comida. Cocinar, es un oficio que consiste en gestionar la elegancia de lo básico”.

Y, en ese sentido, cocinar hoy está fuertemente involucrado con una actividad plenamente sensorial: cuando se come no solo se alimenta al cuerpo, sino que, cada vez más, alimentamos los recuerdos, las fantasías. Comer, en última instancia, es hoy más que nunca una actividad intelectual.

¡Y qué viva la sabrosa y ‘glocal’ comida peruana!

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Maite Vizcarra Tecnóloga, @Techtulia