(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Figuras latinoamericanas como Mario Vargas Llosa han advertido que el nuevo presidente de México, , es el próximo Hugo Chávez de nuestra región: el comunista autoritario dispuesto a destruir las libertades democráticas en nombre de un ideal inviable. Lo gracioso es que en Estados Unidos temen que AMLO sea un Donald Trump.

Las elecciones mexicanas del domingo me encontraron por casualidad en Washington, donde las páginas internacionales de los periódicos estaban obsesionadas con la comparación. Una columna de opinión de “The New York Times” se titulaba directamente “¿Tendrá México su Donald?” El autor, Bret Stephens, consideraba a ambos líderes igualmente demagogos, y urgía a los votantes mexicanos a no ceder al “resentimiento”.

Otros medios de Estados Unidos ven en AMLO al negativo de Trump, un producto del rechazo que el magnate presidente produce entre los mexicanos debido a su lenguaje xenófobo, su promesa de levantar un muro en la frontera o sus políticas de tolerancia cero a la inmigración. La exhaustiva crónica de Jon Lee Anderson para “The New Yorker” se llama “El populista anti-Trump de México”. Y a pesar de encontrarse en las antípodas ideológicas, el riguroso análisis de “The Economist” se titula casi exactamente igual: “La respuesta de México a Donald Trump”.

Paradójicamente, ambos textos admiten que sus propios titulares tienen poca evidencia. “The Economist”, casi a regañadientes, constata la ausencia de un sentimiento antiestadounidense del nuevo presidente. Incluso cita unas declaraciones de AMLO tendiendo la mano al presidente de Estados Unidos y recordando la necesidad de mantener una buena relación entre los dos países. Anderson, que entrevistó varias veces a AMLO durante la campaña, narra sus esfuerzos por arrancarle una declaración contundente contra el odiado enemigo del norte. No consigue más que algunas bromas y mucha buena onda.

Bien mirado, ninguna información respalda tampoco que AMLO se vaya a convertir en un Hugo Chávez. No porque no quiera, sino porque es una empresa difícil. No cabe duda de la calculada ambigüedad de este hombre, su evidente ansia de poder y su poco aprecio por los contrapesos institucionales a la figura presidencial. Pero para ser Chávez no bastan los pocos escrúpulos: hay que tener el petróleo que tenía Chávez, al precio que lo tenía, con ese control de las Fuerzas Armadas, aquella oposición inoperante y un carisma a prueba de bombas. Cristina Fernández de Kirchner hizo grandes esfuerzos por lograrlo, pero acabó marchándose cuando perdió las elecciones. Correa terminó reemplazado en su propio partido. Ni siquiera Evo Morales consiguió el poder absoluto. El único digno heredero es Daniel Ortega, que en realidad ya era un Chávez antes que Chávez.

El caudillo venezolano y Donald Trump son fantasmas que los periodistas extranjeros proyectamos sobre AMLO, o etiquetas para atraer a lectores de nuestros países. Pero quizá deberíamos buscar sus referentes en la propia historia mexicana, que él conoce bien: su izquierdismo de la vieja guardia –sin interés por los derechos de las minorías sexuales–, el pragmatismo de sus alianzas –desde evangélicos hasta antiguos maoístas–, su acercamiento a los sindicatos –abandonados por los últimos gobiernos–... Todo suena al PRI del siglo XX, ese partido socializante y autoritario donde el mismo AMLO se inició en política, y al que abandonó en 1988, cuando consideró que estaba traicionando su esencia.

Tal pasado no garantiza los valores democráticos del nuevo presidente. Pero no venimos del paraíso: el gobierno saliente acaba ahogado en denuncias por corrupción rampante y brutales violaciones de derechos humanos. Ahí están las actuales amenazas contra la institucionalidad democrática. Contra ellas han votado masivamente los mexicanos. En la coyuntura actual, cuesta imaginar que AMLO se parezca más al viejo PRI que el nuevo PRI.