Javier Díaz Albertini
Javier Díaz Albertini
Javier Díaz-Albertini

¿Las acciones del presidente Vizcarra –como dicen algunos– son populistas? El es uno de los términos más manoseados en la política actual porque se ha convertido en una acusación fácil, pero de poco contenido. El hecho de que un presidente apele al pueblo buscando respaldo no es populista. Más aun si se encuentra ante un Poder Legislativo controlado por una mayoría arrolladora. En todo caso, muestra que el presidente tiene reflejo político –ausente en Pedro Pablo Kuczynski– que se concreta en una estrategia de búsqueda de aliados entre aquellos que demandan reformas.

En el análisis político, el populismo se refiere a movimientos políticos, normalmente con una base de “pueblo” (campesinado, obrero, pobladores marginados, etc.), que articulan demandas en oposición a un bloque de poder establecido. El líder populista es aquel que es capaz de interpretar estas demandas, darles forma en un discurso y atenderlas directamente, sin intermediarios. Muchas veces, no obstante, se aprovecha de esta fuerza para sus propios fines. Hay populistas de izquierda, como lo fue en un momento el peronismo en Argentina con el apoyo de los descamisados, y los hay de derecha, como el apoyo que recibe Trump de una clase media que se siente marginada por una élite globalizante.

Salvo excepciones, la relación de la mayoría de nuestros líderes y autoridades con la ciudadanía ha sido más bien clientelista, término que muchos confunden erróneamente con el populismo. Es una relación asimétrica en la cual el “patrón” utiliza recursos bajo su poder para garantizar el apoyo político de su “clientela”. En pocas palabras, es una manera de ganarse el apoyo vía el otorgamiento de beneficios concretos: alimentos, obras, prebendas, entre otros. Se puede combinar el populismo con el , pero tienen sentidos y consecuencias políticas diferentes.

Alberto Fujimori sostuvo un discurso populista en contra de los “políticos tradicionales” que caló hasta el punto que la gran mayoría apoyó el autogolpe. La estabilización de la economía y la captura de Abimael Guzmán solidificaron este arraigo pero la sostenibilidad del apoyo se basó en el clientelismo. No hay que olvidar que durante todo su régimen la pobreza afectó a más de la mitad de los peruanos. Tampoco debemos olvidar que el Ministerio de la Presidencia –manejado directamente por Fujimori– era la segunda cartera con mayor presupuesto después de Economía y Finanzas. En 1996, representó el 22,6% del presupuesto general y el 40% de las inversiones públicas.

El fujimorismo actual ensaya discursos populistas que pocos creen. Ya no puede ir en contra de los “políticos tradicionales” porque –con casi 30 años encima– se ha convertido en parte del sistema. Aun así, insiste en ser antisistema, pero en el peor sentido, ya que se opone a lo más positivo de nuestra anémica estructura democrática. Tampoco puede prestarse del carisma de Alberto porque, como dicen los psicoanalistas, ha “matado al padre”. Y el líder populista histórico ya no puede ser resucitado, no importa cuántas lágrimas sean convenientemente vertidas.

Esto quiere decir que el actual es una fuerza desnuda que con el tiempo se parece más a Solidaridad Nacional que a Cambio 90. Por ende, solo puede mantener su popularidad y vigencia vía el clientelismo. Y ese era el plan del 2016, tener bajo su control al Ejecutivo y Legislativo y de esa manera alimentar a una clientela ávida de recursos pero desconfiada de la política. Al perder las elecciones generales, sin embargo, no tenía plan B. Sin los recursos estatales a su disposición, volcó toda su energía –muchas veces matonesca– a vengar su derrota y a obstruir la justicia cuando le convenía.

Las duras cifras muestran el mal momento que está pasando y cuán difícil será revertirlo sin apelar al clientelismo. A pesar de que la señora K. Fujimori recibió casi 50% del voto y que hace 18 meses tenía el 39% de aprobación, ahora se encuentra en 13%. Asimismo, el 71% está de acuerdo con su detención y el 75% la considera culpable. No sé, quizás sea hora de romper el chanchito y volver a distribuir los táperes naranjas.