Jaime de Althaus

Sería muy importante para el avance de la cultura democrática en el Perú que quienes denuncian el abuso constitucional cometido por el en el caso de adviertan que un abuso de la misma naturaleza, pero de grado mucho mayor, se cometió con la disolución del Congreso por denegación fáctica de la confianza por obra de , algo recientemente reconocido por el Tribunal Constitucional en una clarísima sentencia.

El elemento común que tienen ambos hechos es la invasión del fuero ajeno, mucho más allá del control horizontal. Zoraida Ávalos se equivocó, pero la decisión de no investigar a Pedro Castillo se amparaba en la interpretación jurisprudencial del artículo 117 de la Constitución vigente en ese momento. Claro, se la ha sancionado en buena cuenta por no haber cambiado la doctrina existente ante la evidencia de los hechos de corrupción, presumiendo dolo, pero de todos modos la sanción invade la autonomía jurisdiccional del fiscal y, por lo tanto, da la impresión de formar parte de la guerra de represalias que nunca acaba.

En el caso de la disolución del Congreso, que desató esa guerra, la invasión de fueros fue múltiple. Se invadió, primero, atribuciones exclusivas y excluyentes del Congreso, como son fijar la modalidad de elección de los magistrados del TC dentro de la ley y la elección misma de estos. Se invadió, luego, la decisión de si hubo o no denegación de confianza, competencia también, por definición, exclusiva y excluyente del Congreso. No cabe que el Ejecutivo interprete que hubo una denegación “fáctica” de la confianza.

Pero no solo se invadieron fueros. Se disolvió, se suprimió al otro poder del Estado, de manera inconstitucional. Siendo mucho más grave este atropello, es importante reconocer lo que en esencia tiene en común con la inhabilitación de Ávalos para entender qué es lo que se puede y lo que no se puede hacer en una democracia constitucional y liberal.

Lo que nos lleva al tema de la bicameralidad, que sirve precisamente para atenuar los golpes entre poderes y aprobar mejores leyes. Es muy probable que un Senado reflexivo no hubiese aprobado la mencionada inhabilitación. De igual forma, Vizcarra no hubiera podido disolver el Senado, pues solo se podría disolver la Cámara de Diputados, no la Cámara Alta. Un Senado revisor probablemente tampoco hubiese dado pase a algunas de las leyes que se acaban de aprobar, como la que suprime la meritocracia en el nombramiento de profesores contratados y la que establece plazos cortos para acordar la colaboración eficaz. Ambas implican retrocesos lamentables en reformas fundamentales para avanzar en la calidad de la educación y en la lucha contra la corrupción y la criminalidad.

Sin embargo, estando a solo un voto de alcanzar los 87, la bicameralidad fue increíblemente desechada con el argumento de que este Congreso carece de legitimidad para aprobarla. ¿Acaso tiene legitimidad para tomar decisiones arbitrarias o aprobar leyes descaradamente orientadas a favorecer a quienes carecen de méritos o a quienes han cometido delitos, en perjuicio de la sociedad y el futuro del país?

Los Congresos tienen siempre muy baja popularidad, y eso no tiene nada que ver con la legitimidad. ¿A partir de qué porcentaje de aprobación el Parlamento adquiriría legitimidad? ¿Del 20%? ¿Del 50%? Es absurdo. La legitimidad es jurídica y constitucional, no plebiscitaria. El ataque a la legitimidad del Congreso puede convertirse en el argumento perfecto de un dictador para cerrarlo o someterlo.

Por lo demás, si queremos que el Congreso recupere lo que llaman legitimidad, o una mejor apreciación ciudadana, lo que debe hacer es precisamente aprobar reformas como la bicameralidad y otras que ayuden a la gobernabilidad, a mejorar la representación y a devolverle crecimiento al país, en lugar de aprobar leyes populistas o mercantilistas o particularistas, o tomar decisiones arbitrarias.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Jaime de Althaus es analista político