(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alfredo Bullard

Un estudiante ingresa a la oficina de un profesor de Economía con una interesante teoría para sustentar una política pública que resuelve un problema real. El profesor lo mira con escepticismo y le señala un cartel colgado a la entrada de su oficina: ‘In God we trust, all others bring data’ (Confiamos en Dios, todos los demás traigan data). 

Se atribuye a Edwards Deming, un destacado ingeniero, estadístico y profesor norteamericano la autoría de la frase. Este existe en numerosas oficinas de profesores, funcionarios o ejecutivos de empresas. El eventual ocupante de la oficina lo señala cada vez que alguien entra con una idea sustentada en puro entusiasmo y teoría, pero sin ninguna información empírica que le sirva de sustento. Dicho en otras palabras, se usa para detener al que trata de vender una fantasía. 

Con esa misma anécdota comencé un artículo escrito en esta página hace poco menos de dos años en respuesta al intento de introducir en el Perú el control de fusiones empresariales durante el gobierno de Humala (“”, 9/5/2015). 

Tarde o temprano, el control de fusiones pasará a la historia como uno de esos serios errores económicos, implementados con pura fe y sin ninguna razón demostrable. 

Como muy bien señaló Enzo Defilippi en este mismo Diario (“”, 7/2/2018), luego de buscar evidencia empírica (data) que demuestre la conveniencia de un control de fusiones en algún estudio serio, concluyó que dicha evidencia no existe. Ello es particularmente extraño, pues siendo un control que existe en más de 100 países, la evidencia favorable debería ser tan abundante como los casos de corrupción en el Perú. Pero no lo es. La evidencia no solo es escasa. Es inexistente. 

Hace varios años, en un artículo académico que escribí conjuntamente con Alejandro Falla y Nicole Roldán, llegamos exactamente a la misma conclusión. No hay un solo estudio capaz de acreditar que ese sistema sirva para algo positivo. 

El único argumento que se usa para defenderlo es que existe en muchos países. Pues los controles de precios fueron reconocidos como una práctica adecuada por parte de la industria regulatoria (todos los tenían) hasta que se descubrió que solo terminan en situaciones como la Venezuela de Maduro o el Perú del primer gobierno de Alan García. Pero por años se usó el argumento de “todos los tienen”.  

No es de extrañar que no haya estudios que demuestren sus ventajas. El control de fusiones se parece más a la astrología o la quiromancia que a una política pública que tenga algún sentido. Toda la data que se puede obtener es espuria e imprecisa. El cálculo económico de sus beneficios es un cálculo imposible y, por tanto, su aplicación también lo es. 

He estado en innumerables reuniones y conferencias académicas. En todas pregunto a profesores y funcionarios de entidades públicas a cargo de aplicarlas con qué números cuentan para demostrar que sirven para algo. La respuesta es siempre la misma: un silencio seguido de evasivas que culminan con una explicación teórica que más o menos se parece a decir “los controles de fusiones son buenos porque son buenos”. 

Por el contrario, hay evidencia en el Perú que demuestra que son nocivos. En nuestro país hay un control de fusiones pero restringido al mercado eléctrico. Ese sistema fue implementado en la segunda mitad de los 90. Por cerca de 20 años de aplicación, el Indecopi nunca ha cuestionado una fusión. Un par se aprobaron con condiciones. Y las condiciones eran tan ridículas que nunca se pudieron aplicar. Lo único que se generó es un trámite absurdo, interminable e inútil.  

¿Por qué un control de fusiones solo para el sector eléctrico? En los 90 asistí (junto con Alejandro Falla) a una reunión en el Ministerio de Energía y Minas del que salió ese engendro. ¿Para qué dieron la norma? Nos lo dijeron “a calzón quitado”: para frenar la inversión chilena en electricidad (pues en ese entonces venía creciendo). 

Hoy no hay inversión chilena en ese sector pero nos han dejado de herencia un monstruo cuyos costos los pagamos todos. ¿Para qué sirve entonces? Como una herramienta de presión política. Y también para que los abogados y economistas hagan un buen negocio asesorando en un trámite que no sirve para nada.