(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Un brasileño, viejo sindicalista y votante histórico de Lula, me dijo una vez, después de los escándalos que culminaron en la destitución de la presidenta Dilma Rousseff:

–Ojalá siempre hubiera ganado la derecha. 

–¿Qué estás diciendo? 

–Si nunca hubiésemos gobernado, los corruptos seguirían siendo ellos.

Lo decía medio en broma, pero también muy en serio. Porque hace 15 años, la izquierda brasileña se hartó de perder elecciones y decidió seguir el ejemplo del socialismo español de Felipe González: sacrificar parte de su programa histórico anticapitalista y aliarse con el dinero, aun al precio de la dimisión de muchos afiliados.  

Su ejemplo cundió por toda la región y produjo la década dorada de la izquierda sudamericana. En poco tiempo, casi todos los gobiernos del subcontinente eran por lo menos socialdemócratas, lo que no había sido posible ni siquiera en los ideologizados años sesenta. 

Lamentablemente, el fin de las derrotas fue también el fin del sueño de pureza absoluta. Como descubrió España al final de la era González, ser de izquierda no te vacuna contra la maldad. Funcionarios, operadores e incluso presidentes que representaron en su día la esperanza moral de sus países han terminado acusados y hasta presos por corrupción. Sorpresa: puedes querer la igualdad de género y la justicia social, y de todos modos, robar de las arcas públicas para favorecer a tus amigos millonarios. Incluso nuestro pequeño progresismo nacional podría haber picado el anzuelo en la campaña contra la revocación de Susana Villarán, según investiga en estos días el Ministerio Público

La corrupción no es de izquierda o de derecha: es del poder. Por ejemplo, las redes corruptas españolas más emblemáticas son hijas de los gobiernos más largos: en Andalucía, socialistas. En Cataluña, nacionalistas. En Valencia, conservadoras. No importa lo idealista que seas, cuando te quedas demasiado tiempo al mando, se relajan los controles, la gente tiende a complacerte, y tus parientes se propagan como virus por los ministerios. Para evitarlo, no hace falta una ideología, sino una fiscalía. 

Sin embargo, sí se aprecia una diferencia importante en la respuesta de políticos de izquierda o derecha a las investigaciones por corrupción: y es, curiosamente, la fe en el sistema. En el caso peruano, Susana Villarán ha acatado sin aspavientos la orden judicial de permanecer en el país. La congresista Marisa Glave, que podría salir seriamente tocada de este escándalo, ha reconocido su responsabilidad política y exigido a los participantes de la campaña colaborar en la investigación.  

No hay que felicitarlas por aceptar las reglas. Pero sin duda, su reacción es más respetuosa que la del fujimorismo. Fuerza Popular ha arremetido contra todas las instituciones, públicas y privadas, que una democracia necesita para controlar al poder. La propia Keiko ha acusado a este Diario de mentir por informar sobre las declaraciones de Marcelo Odebrecht que la involucran. Y su rodillo parlamentario en pleno se ha dedicado a amedrentar al fiscal Pablo Sánchez por la osadía de hacer su trabajo. 

En esto, la bancada naranja se pone a tono con las derechas –extremas– de los mejores países. Donald Trump o los ultranacionalistas ingleses, incapaces de formular propuestas para que sus ciudadanos vivan mejor, libran verdaderas cruzadas contra los medios de prensa, los poderes judiciales y cualquiera que no les ría las gracias. De ese modo, han desgastado a las que poco antes eran democracias ejemplares. El costo institucional de su irresponsabilidad es incalculable. 

Quién iba a decirle a mi amigo brasileño, mientras organizaba huelgas en los setenta, que un día la izquierda sería institucionalista, para bien o para mal. Y que los verdaderos antisistema serían esos rebeldes de la derecha.