"No es que se llame o no chocolate. Es que se pretende definir chocolate en contra de lo que la gente entiende". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"No es que se llame o no chocolate. Es que se pretende definir chocolate en contra de lo que la gente entiende". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alfredo Bullard

No suelo tratar dos semanas seguidas el mismo asunto. Pero voy a hacer una excepción. Parece un asunto de poca trascendencia, pero en realidad no lo es. En los últimos tiempos el Estado ha comenzado a regular el lenguaje, quitándonos la posibilidad de entendernos e influir así en cómo se da sentido a las palabras.

Esta forma de regulación opera de manera relativamente simple: un burócrata se atribuye la facultad de decidir cómo se va a usar una palabra. Bajo esta lógica, determina que algo solo se puede llamar de cierta manera si cumple con ciertos requisitos que, él decide, son los relevantes.

El limitar el uso de las palabras a lo que alguien quiere (o se le ocurre) puede ser muy peligroso. Puede confundir a los usuarios de las palabras. O puede crear barreras al mercado que limitan la competencia y elevan los precios. O puede servir para repartir privilegios.

Es una variable de lo que en el gobierno militar fue una práctica común. Se definían estándares en la industria. Para poder importar algo tenía que cumplirse con ciertos requisitos (por ejemplo, procesos técnicos, materiales, etc.). Por supuesto que esos estándares no se ponían porque eran buenos para los consumidores, sino para evitar la entrada de competencia y permitir a los productores nacionales cobrar precios mayores. Se llama mercantilismo.

El control del lenguaje es una herramienta poderosa para lograr lo mismo, o incluso cosas peores. El lenguaje es un sistema cuyo orden no proviene de la creación centralizada. El lenguaje es un orden espontáneo, cuyas reglas provienen de la interacción entre miles de personas. Todos lo inventamos y nadie lo inventó.

¿Por qué llamamos ‘martillo’ a un martillo? Porque el término fue aceptado colectivamente de manera espontánea a través de la interacción. Todos sabemos que entendemos qué es un martillo por nuestra experiencia. Si alguien le dijese que martillo es solo el que pesa más de dos kilos, usted se reiría y lo calificaría de ignorante. Pero si ese alguien es un funcionario público, el resultado sería que ya no podría llamar martillo al que pese menos. Cuando vaya a la ferretería y pida un martillo, usted y el tendero terminarán confundidos porque alguien le cambió el sentido que usted le estaba dando al término.

El lío del chocolate es el mismo. El uso de la palabra ‘chocolate’ no tiene su origen en regulaciones legales. Estas llegan después para intentar limitar el orden espontáneo y nuestra capacidad de entender por medio de la experiencia. No es que se llame o no chocolate. Es que se pretende definir chocolate en contra de lo que la gente entiende.

La palabra ‘chocolate’ proviene del náhuatl, usada en México precolombino. No significaba barra con más de 35% de cacao. Viene de ‘ātl’ (‘agua’) y ‘xococ’ (‘agrio’). Significa agua agria (o amarga). Si le dicen “chocolate”, ¿usted se imagina un líquido amargo? No. Usted posiblemente se imagine un líquido o una barra dulce de color oscuro con un sabor característico. De hecho, el chocolate líquido que toma en Navidad no tiene, ni de lejos, el porcentaje cuyo incumplimiento arrogantemente se enuncia por el Estado y sus defensores como un engaño.

¿Por qué sería chocolate el que tiene 25%, 35% o 50% de cacao? ¿Porque un funcionario así lo dice? ¿Por qué se quiere que los productores de cacao vendan más a costa de mayores precios o chocolates más amargos? El lenguaje se entiende porque sabemos, por experiencia, qué significa una palabra, y no porque un funcionario defina un solo significado válido para esa palabra. De hecho, si un niño le pide un chocolate y usted le da una barra amarga, el niño dirá que lo ha engañado a pesar de que legalmente se haya definido como chocolate. Y es que el chocolate es un bien experiencia, es decir, uno que los consumidores eligen en función a haberlo probado y decidir repetir su consumo con base en lo que experimentó.

Por eso es que no hay que demostrar (como alguna vez pidió un congresista) que el jamón inglés viene de Inglaterra, que el ají de gallina está hecho con un pollo hembra y que la carapulcra es una cara bien lavada.