Hemos pasado siglos construyendo religiones y explicaciones para convencernos de que algo de nosotros trascenderá, viajará a otro mundo. Sin embargo, lo único que sabemos a ciencia cierta cuando tenemos que enfrentar la partida de un ser querido, es que solo nos queda su cuerpo, ese organismo helado, que ya no respira, que ya no nos puede apretar la mano. Esa figura a la que vestimos para colocar en una caja, esos huesos que cremamos para convertirlos en cenizas son lo único que nos permite decir adiós.
La muerte de Diego Armando Maradona esta semana fue conmovedora. Desató sentimientos encontrados. Estaban los que sentían que se había ido un dios terrenal y los que no querían rendirle pleitesía a un ser humano que fue tan dueño de sus proezas como de sus cagadones (digámoslo con todas sus letras). Pero si algo resultó desolador fue su despedida. El Diego, amo y señor de la pelota, el chato que le enseñó a cualquier argentino de a pie que podía ser todo lo grande que quisiera fue velado en la Casa Rosada, por escasas seis o cuatro horas, mientras una marea de gente esperaba apretujada y con el sol en la cara para decirle adiós. Ignorando los riesgos de la pandemia, con flores, niños y banderas en los brazos, una multitud con los ojos hinchados de tanto llorar mendigaba unos segundos, para acercarse a su féretro, para decirle “chau, Pelusa” y regresar a casa habiendo saldado la deuda con el amigo al que no se le deja partir sin despedirse.
Pero al Diego, que en medio de sus mil defectos siempre fue consciente de lo que significaba para su gente, que había pedido ser embalsamado, que hubiera esperado un velatorio de días hasta que el último argentino se acercara a despedirlo, fue sacado a trompicones, entre gases lacrimógenos y manguerazos que lo alejaban de su pueblo, y fue enterrado en un cementerio privado al que pocos podrán asistir a dejarle flores o beberse un mate.
La historia juzgará a la familia el haber tomado medidas tan egoístas. Sin embargo, los argentinos ya están curtidos en aquello de que les oculten cuerpos. El cadáver de Eva Perón fue escondido y paseado por el mundo por más de diecisiete años antes de que lograra descansar en paz en su querida Buenos Aires. Y las madres de la Plaza de Mayo volvieron inaceptable la categoría “desaparecido”, hicieron de sus hijos “no habidos” un símbolo tan fuerte que en lugar de ser arrasados por la amnesia se transformaron en un faro que alumbra la indolencia y la bestialidad que fue la dictadura argentina.
La madrugada del miércoles, nuestro país padeció la misma estupidez de quienes creen que pueden ‘photoshopear’ la historia. Un grupo de desadaptados borró el mural elaborado en homenaje a Inti Sotelo y Bryan Pintado, los dos jóvenes que fallecieron durante las protestas ciudadanas, saquearon, además, las flores que espontáneamente los ciudadanos habían dejado en señal de duelo, en el cruce de las avenidas Abancay y Nicolás de Piérola, lugar donde se desató la violencia que los mató. Con cobardía, amparados en la penumbra, dejaron la impronta del intolerante que prefiere la destrucción a la discusión. Intentaron borrar con odio lo que otros levantaron con amor.
Intentaron arrebatarle al pueblo, a los jóvenes que marcharon, a los padres de esos chicos su derecho al recuerdo. Su lucha por la justicia. Su pelea por la reivindicación. Hicieron, como los argentinos esconde-cadáveres, un burdo intento por quitarles sus héroes a los peruanos. Y lo único que consiguieron, como demuestra siempre la historia, es que aquello que intentas callar regresa como un alarido sordo, fuerte, constante, que retumba como un himno en oídos de quienes buscan justicia y ensordece como un taladro a los que se atrevieron a violentarla.
Pd. “Santa Evita”, novela de Tomás Eloy Martínez, indispensable para conocer el destino del cadáver de la gran figura argentina.