(Foto: Nancy Chappell / El Comercio)
(Foto: Nancy Chappell / El Comercio)
Carlos Meléndez

En nuestra precariedad, los primeros gobiernos del siglo XXI han mostrado cierto espíritu guía, con el/los que hemos coincidido o no. El leitmotiv del gobierno de Alejandro Toledo, por ejemplo, fue la democratización. Tal fundamento encauzó reformas (algunas fallidas) que abarcaron desde la descentralización hasta componentes participativos, incluyendo los presupuestos del sector público. Por su parte, el segundo gobierno de Alan García se obsesionó con el crecimiento económico, desplazando la demanda social del “perro del hortelano”. “El Perú avanza” como placebo para curar la conflictividad social. Como ve, cada administración tuvo un principio rector o guía de su gestión gubernativa. Podemos estar en desacuerdo o no con dicho motivo, pero –como hemos comprobado en carne propia– sin guion, por más que los actores sean excelentes, la puesta en escena tambalea.

Así ha sucedido desde el 2011. Los gobiernos de Ollanta Humala y de Pedro Pablo Kuczynski penaron por sus carencias de proyecto político. El “nacionalista” parecía tenerlo con su agenda de “gran transformación”, pero claudicó ante el primer pare de los poderes fácticos. Ausente el marco cohesionador de las políticas estatales, bajo su administración primaron las agendas personales de sus colaboradores ministeriales (como la “inclusión social” de Carolina Trivelli o la “diversificación productiva” de Piero Ghezzi). La ausencia de narrativa oficial fue más palpable en el caso del presidente renunciante. Presentado como “socialista” y “progresista”, PPK ofreció una “revolución social” que nunca supimos en qué consistía. Quizás su discurso más articulador y funcional fue el del “destrabe”, que más que propuesta de gobierno fue el reflejo de la vocación cabildera de su entorno. Humala y Kuczynski nos han dejado un saldo de casi siete años perdidos, porque mantener el “piloto automático” es renunciar al mandato de gobernar.

Lamentablemente, el presidente Martín Vizcarra parece seguir esta “tendencia”. Si bien no esperaba estar sentado en el sillón presidencial, ello no le exime de elaborar un itinerario programático que lo trascienda. No me refiero a una “marca” diseñada por un consultor comunicacional para sus discursos palaciegos, sino a la idea de futuro de país, que ha de convocar y aglutinar a su Gabinete de ministros, y de organizar las políticas públicas. Un proyecto regido por un principio rector que compartan los “jales” ministeriales que hasta ahora solo tienen el común denominador de gozar de la confianza presidencial. Un país no avanza sin proyecto político. Y aunque carecemos de partidos, los elegidos para administrar el poder público deben, al menos, estimar algún horizonte para el Perú.

Declinar la responsabilidad de generar un proyecto de país es rehuir de la historia. Es reducir la gestión del poder público a la mera administración de anécdotas y desdeñar la oportunidad de ejercerlo como “arte de lo posible”. Nacida de una crisis pertinaz, la gestión Vizcarra-Villanueva podría volcarse hacia alguna(s) de nuestras más acuciantes necesidades institucionales –y, por ejemplo, abanderar la descentralización–, haciendo de ella(s) la brújula de su mandato popular. De otro modo, el paso de su gestión completará una década perdida entre la infamia y la negligencia de nuestros gobernantes de turno.