Johanesburgo, Sudáfrica. (Foto: JOHNNY MILLER vía BBC)
Johanesburgo, Sudáfrica. (Foto: JOHNNY MILLER vía BBC)
Richard Webb

Como las dos caras de la máscara del teatro, una feliz y otra triste, el mercado libre también se presenta al mundo con dos rostros, uno feliz porque ningún otro sistema de gobierno ha sido tan efectivo como motor del avance económico, pero otro triste porque no hay capitalismo sin desigualdad. Hace medio siglo un gobierno peruano le apostó a una tercera vía. La idea era borrarle la cara de la desigualdad al sistema de mercado pero, tal como sucede después de un tiempo con las cirugías plásticas, la fealdad inherente al capitalismo se reimpuso.

Desde entonces el camino seguido por sucesivos gobiernos ha sido más bien paliativo antes que una reforma de raíz.

En vez de una redistribución basada en la expropiación y transferencia del capital productivo, el Estado peruano ha venido creando un sistema de caridad oficial, socorriendo a las familias más necesitadas a través de un conjunto de programas, como son las transferencias de Juntos, de Pensión 65, los almuerzos escolares y el seguro integral de salud. A este conjunto de iniciativas estatales se ha sumado también un gran número de intervenciones de bienestar creadas por los gobiernos regionales y municipales. Se trata de la sociedad de bienestar, el camino redistributivo seguido por una mayoría de los países más desarrollados, y que viene siendo adoptado también por países menos desarrollados, como en el Brasil, con mucha más energía que en el Perú.

Cabe señalar que la efectividad de esta política alternativa, dirigida más a paliar que a impedir la desigualdad producida por el sistema capitalista, se ha beneficiado sustancialmente de los avances en la tecnología de comunicación e información, que permiten mejoras en el registro, la medición, y la gestión honesta de esos programas. No obstante esos esfuerzos compensatorios, la preocupación por la desigualdad ha tomado fuerza en la última década, especialmente en los países de alto ingreso donde se han combinado economías de bajo crecimiento con un enrarecido contexto político.

En mi opinión, el manejo de la inevitable desigualdad capitalista debería partir de una mejor comprensión del problema. Se debe entender que la desigualdad no es anónima. Su maldad tiene cara y tiene historia. Solo así, por ejemplo, se explica el intenso rechazo a las haciendas que motivó la radical reforma agraria realizada por el gobierno de Velasco cuando, al mismo tiempo, se aplicaba una redistribución mucho más limitada en otros sectores productivos.

El grado de maldad distributiva es un asunto subjetivo, que difícilmente se puede medir y que no se presta a las estadísticas de economistas, en particular el llamado coeficiente Gini que pretende resumir toda la desigualdad de una población, como se acostumbra hacer cuando se resume la producción de un país en la estadística del PBI. Las desigualdades son múltiples, trátese de familias, de regiones, o de género, y la subjetividad en cada caso impide resumirlas con un número.

En particular, lo nocivo de la distribución depende en gran parte de su grado de justificación. Objetamos mucho más la riqueza proveniente de corrupción, o de otras formas de deshonestidad, que la riqueza generada por un brillante innovador como Bill Gates, o por el esfuerzo de cualquier emprendedor honesto. Incluso justificamos alguna desigualdad en el reparto del canon minero entre regiones porque aceptamos que la cercanía a la fuente de esa riqueza otorga cierto derecho de propiedad. De la misma manera, reaccionamos en forma diferente ante un mendigo según nuestra interpretación visual de las causas de su necesidad. En Lima es fácil aceptar y justificar los subsidios que otorga el programa Juntos, pero, mientras más se acerca uno a los vecinos y a las autoridades locales de los pobres “extremos”, más escucha uno opiniones escépticas acerca de la verdadera justificación para esos subsidios.