Despedir al ‘Doctor Chantada’, por Hugo Coya
Despedir al ‘Doctor Chantada’, por Hugo Coya
Hugo Coya

Allá por la década de 1980, un personaje se tornó popular en la televisión nacional, aunque nunca se le vio la cara o escuchó su voz, la sola mención de su nombre hacía temblar a las autoridades y a otros encopetados funcionarios.

La sátira política y la ironía borraban su frontera con la realidad cuando el ‘sketch’ El Burócrata del programa “Risas y salsa” aparecía en las pantallas nacionales.

Nunca había sorpresas porque su trama se reiteraba una y otra vez hasta los límites del delirio y el absurdo.

Siempre se iniciaba con la escena de un ciudadano de a pie que llegaba a realizar una gestión a una dependencia pública y era maltratado por el encargado, sometiéndolo, además, a exigencias inverosímiles y trabas tan disparatadas como desproporcionadas. Luego aparecía otra persona que venía a realizar un proceso similar, pero recibía un trato cortés, diligente, cuando revelaba que tenía la ‘ventaja’ de conocer a un enigmático ‘Doctor Chantada’.

El misterioso personaje, quien nunca aparecía en escena, se transformaba así en la llave que abría las infranqueables puertas del aparato estatal, apenas para quienes tuviesen el privilegio de tener una relación con él. Esto a pesar de que, muchas veces, el segundo ciudadano en cuestión no cumpliera con las normas o hiciera caso omiso de ellas. 

La hilarante secuencia, interpretada por el genial y extinto actor Álex Valle, ha vuelto a mi memoria como una auténtica sombra que se había esfumado y que ahora me persigue, desde que fui designado, a principios de este mes, presidente ejecutivo del Instituto Nacional de Radio y Televisión (IRTP).

Los flamantes funcionarios debemos lidiar con la aparición (o reaparición) de verdaderos o falsos amigos de la infancia; personas que estudiaron en el colegio o la universidad; conocidos de los conocidos e, incluso, inexistentes parientes que hallan una hoja a la cual asirse en su árbol genealógico para acceder a ellos.

Junto con afectuosos mensajes por la designación, surge también otro abultado grupo de personas que pugna por acercarse con otros fines, ansiando que el nominado se convierta en la reencarnación del ‘Doctor Chantada’, a pesar de que el Estado no sea un set de televisión y nos encontremos en pleno siglo XXI. 

Varias de estas personas, lamentablemente, poseen similares inquietudes: aspiran a que se les otorgue un empleo, contratar algún servicio a dedo o, peor aun, hacer negocios con el Estado, sin contar con las calificaciones necesarias o cumplir con las normas. 

Cuando tuve la oportunidad, he explicado a algunas de ellas que esas prácticas son un delito y debemos erradicarlas. Unas lo entendieron, otras no estoy tan seguro.
Conozco a no pocos funcionarios que, ante la situación desbordada, han necesitado instruir a sus sufridas secretarias y al resto de su personal para enfrentar esta inesperada ‘popularidad’, la cual parece venir embutida con el ascenso a un cargo público. 

Para ser justo, no todas podrían ser consideradas oportunistas que tratan de pescar en las turbulentas aguas del océano burocrático. En ciertas ocasiones, son personas desesperadas que no encuentran empleo o que están en procura de mejores oportunidades laborales. 

El clientelismo es una tradición en nuestro aparato estatal desde la época de la Colonia española. Dicen los historiadores que el rey de España enviaba cartas para recomendar a quienes deberían ocupar puestos de relevancia dentro de la administración virreinal.
Esta práctica añeja no desapareció sino, por el contrario, se extendió como un cáncer a lo largo de nuestra república que se encamina a cumplir el bicentenario, promoviendo, de esta manera, el tráfico de influencias, el intercambio de favores e incluso, en ciertas ocasiones, fortaleciendo la intención de algunos de perpetuarse en el poder.

Si bien el clientelismo no es considerado por algunos como corrupción, puede conducir a ella, pues provoca el debilitamiento y vulneración de las leyes en la contratación de personas o servicios estatales. Impide que se seleccione al candidato más adecuado, evitando la profesionalización de la carrera pública.

No se trata de negarle a una nueva administración la posibilidad de convocar a las personas de su confianza ni que los militantes del partido que ganó las elecciones accedan al gobierno o a la gestión pública. Ello es legítimo y perfectamente legal cuando se realiza en forma transparente.

No obstante, resulta necesario abrir un profundo debate sobre ¿hasta qué punto son compatibles con la democracia las “recomendaciones” dentro del aparato estatal? ¿Se debe admitir que alguien con menor preparación se valga de una “vara” para alcanzar aquello que por mérito propio no puede obtener? ¿Los ciudadanos deben ser tratados de manera diferente por no tener vínculos con un funcionario?

Interrogantes necesarias y que merecen una profunda reflexión si deseamos que nuestro país consiga dar el salto definitivo hacia el desarrollo y la modernidad. El ‘Doctor Chantada’ y sus émulos deben permanecer confinados en los anales del humor televisivo y de aquel país que tendríamos que dejar atrás.