La dictadura como tragedia, por Francisco Miró Quesada Rada
La dictadura como tragedia, por Francisco Miró Quesada Rada

Cicerón en su obra “De re publica” sostenía que al tirano hay que matarlo, recomendaba el tiranicidio. Muchos siglos después, en su “Gobierno de los príncipes”, Santo Tomás planteó la rebelión contra el tirano y distinguió dos tipos de tiranía: la leve y la excesiva, diciendo que solo la primera era soportable. Contra la segunda, en cambio, cabía la rebelión porque se trataba de tiranos monstruosos destructores de la libertad y de la vida. Como hombre profundamente creyente, Santo Tomás asumía el determinismo divino afirmando que la tiranía es un castigo de Dios contra los pueblos que pecan contra él.

Desde esta lógica, los peruanos somos y hemos sido unos pecadores a lo largo de nuestra historia republicana, porque hemos tenido en el poder muchas dictaduras.
Lo cierto es que la tiranía causa destrucción, desolación y dolor. También es oprobiosa porque cercena la libertad del individuo hasta convertirlo en un objeto, en una especie de máquina al servicio de los caprichos del tirano, de su total voluntarismo, de una maldad absoluta por destruir todo lo que es diferente, opina diferente y actúa diferente a su sagrada voluntad. Es la dominación absoluta, prolongada y permanente. Como los tiranos odian la libertad del otro, quieren destruir su personalidad.

Decía Herodoto, el famoso historiador griego llamado por algunos el padre de la historia, que el poder es precario. Esta es una verdad a medias porque hay tiranos (como Enrique VIII, Stalin, Castro y Franco, solo para mencionar a unos cuantos) a los que únicamente la guadaña de la muerte les pudo dar el golpe. Sus mecanismos de control absoluto funcionaron, nadie los pudo sacar y los rebeldes fracasaron en su intento.

Estos dictadores son el ‘big brother’ perfecto de tipo orwelliano, la máxima expresión de la paranoia por controlarlo todo, los defensores absolutos del secretismo total, tan poderosos como los dioses del Olimpo.

Tienen, desde luego, enemigos, y si no se los inventan para justificar más crímenes. Generan una alienación de obediencia absoluta y han logrado construir lo que Mario Vargas Llosa llamó al referirse al Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano “la dictadura perfecta”. O, en términos de Octavio Paz, “el ogro filantrópico”. O también lo que el filósofo italiano del socialismo, el Mariátegui de los italianos, Antonio Grams-ci llamaba “el príncipe institucionalizado”. 

Es aquí donde está la alienación, es a través de la institución, en el partido, con la burocracia que representa los intereses del pueblo, de las masas, del proletariado, de la raza superior. Es en la creación perfecta de dominación y de una maquinaria brutal que te arrasa, ahí está el Estado totalitario, que todavía existe en unos cuantos países, aunque hoy felizmente se encuentre en retirada en la mayoría de casos.

Pero detrás de la institución se esconde un hombre, cuya palabra es la ley, un tirano (con barba o sin barba, no importa) destructor de la libertad, de la igualdad, de la dignidad, que aplasta la democracia y aplasta también al individuo hasta dejarlo como un muerto en vida. Es la tragedia no entendida como forma de liberación, sino como forma de dominación.

Entonces, se produce una paradoja praxiológica porque para alcanzar la igualdad se suprime la libertad, a sabiendas de que al suprimirse la libertad ya no puede haber igualdad, pues ambas conviven en eterno maridaje. Separarlos implica el fin de la dignidad y la continuación del tirano. A pesar de todo lo que nos enseña la historia, a veces algunos aceptan perder la libertad para someterse al tirano que, visto como liberador, es en realidad un destructor del ser.

Dado el caso, aquí en el Perú también se recuerda a los dictadores. El reciente homenaje en el Congreso a Manuel Odría es una prueba de ello. Todavía no podemos superar la cultura del autoritarismo.