“La nueva configuración parlamentaria en el Perú, fruto de la improvisación reformista, muestra el ascenso brusco de fuerzas subestimadas y la caída igualmente brusca de fuerzas sobreestimadas”. (Foto: Archivo).
“La nueva configuración parlamentaria en el Perú, fruto de la improvisación reformista, muestra el ascenso brusco de fuerzas subestimadas y la caída igualmente brusca de fuerzas sobreestimadas”. (Foto: Archivo).
Juan Paredes Castro

Es tal la crisis de representación en muchas democracias del mundo que la necesidad de coexistir políticamente entre ciudadanos y partidos de un mismo país se ha vuelto metafóricamente un infierno.

La siempre difícil y compleja coexistencia política de antes, que solía resolverse con solo reconocer mayorías y minorías o –en determinadas circunstancias– con pactos decisivos como el de España en 1975 tras la larga dictadura de Franco, pareciera haber agotado sus recursos de tolerancia, negociación y respeto por las reglas de juego establecidas, para descender al inframundo de las tinieblas.

Si Europa suma ejemplos en esta insólita dirección, América Latina las multiplica.

Coexistir políticamente en el Perú nunca fue fácil, no solo porque hemos tenido más dictaduras que democracias, sino porque, más allá de nuestra compleja diversidad étnica, social y cultural no bien entendida, seguimos viviendo al filo del abismo institucional y, por momentos, en el mismo abismo institucional, entre el país oficial (que deseamos ver y en el que soñamos estar) y el país real (que nos negamos a ver y a cuyas sorpresas asistimos todo el tiempo).

Ahora caemos en cuenta, boquiabiertos, de que los resultados de las recientes elecciones parlamentarias en el Perú, que han echado por tierra la hegemonía fujimorista del 2016 y cualquier otra nueva en su lugar y que han nivelado el piso político entre nueve agrupaciones, lejos de alentar la posibilidad de acuerdos, concertaciones y consensos, en busca de un viejo proyecto común, también nos acercan a las tinieblas.

Son resultados electorales que no van a gestar “alianzas repugnantes”, como la que llevó a Nelson Mandela al poder en Sudáfrica, enterrando el ‘apartheid’, o a la concertación chilena al gobierno, enterrando la dictadura de Augusto Pinochet. Ni la que trajo un período de corta convivencia en el Perú entre dos viejos enemigos: el Apra perseguido y el odriismo perseguidor.

La nueva configuración parlamentaria en el Perú, fruto de la improvisación reformista, muestra el ascenso brusco de fuerzas subestimadas, como Alianza para el Progreso (APP), el Frepap y Unión por el Perú (UPP), y la caída igualmente brusca de fuerzas sobreestimadas, entre ellas Fuerza Popular, el Apra y el Partido Morado. Como si de la noche a la mañana se hubiese producido un disloque traumático de la realidad, en verdad concurrimos históricamente (sin desear verlo ni reconocerlo) a algo más descarnado: a una desconexión extendida entre sucesivos electores (con sus humores, pasiones, necesidades y demandas) y quienes sucesivamente pretenden representarlos (con sus ojerizas, prejuicios, intereses creados y conductas sospechosas).

No es una desconexión cualquiera, pues trae consigo una comprobación patética: el profundo desconocimiento, recelo, prejuicio, irrespeto, rencor, descalificación, racismo y fobias entre peruanos y forjadores de representación política, tan intolerantes entre unos y otros como incapacitados, por lo mismo, para construir acuerdos y consensos.

Somos más proclives a la radicalización, a la polarización, a la informalidad y a la ruptura institucional, hasta en el ámbito de la justicia, en el que un juez le toma la palabra a un fiscal para que presente en un plazo de dos meses una acusación contra Keiko Fujimori, pero que, al mismo tiempo, le dicta una prisión preventiva de 15 meses. Así, el juez mata su propio plazo, mata una sentencia del Tribunal Constitucional y una resolución de la Corte Suprema contra el abuso de las prisiones preventivas. Mata, en suma, la confianza en una justicia despolitizada.

Puede sorprender, entre los subestimados, el ascenso del antaurismo violentista y del conservadurismo ataucusiano (Frepap), pero llama también la atención cómo APP, el partido liderado por César Acuña, ha consolidado su presencia en el interior del país, y se ha convertido, virtualmente, en la segunda fuerza política del país. Ni a APP ni al Frepap ni a UPP les ha caído del cielo este nuevo posicionamiento. Cada uno ha hecho trabajo de hormiga, al margen de cuán discutibles sean sus propuestas y performances.

¿El Perú podrá ir hacia un milagro concertador, inspirado por el presidente Martín Vizcarra? Que solo podamos coexistir políticamente ya podría dejar de ser un infierno.