Por fin, una buena nueva: nos salvamos de un desastre maltusiano.
Malthus fue el erudito sacerdote británico que en 1780 predijo una catástrofe si no se frenaba el aumento demográfico. Su argumento era que había gran diferencia entre el crecimiento geométrico de la población, y el aumento meramente aritmético de la producción agraria. El resultado inevitable sería un desbalance entre la producción agrícola y la necesidad de alimentos –o sea, una hambruna masiva–. Su talento matemático lo llevó incluso a pronosticar la fecha de esa catástrofe, que nos sobrevendría, dijo, en el año 1880. La única forma para evitar la hambruna consistía en el control de la natalidad.
Si bien la teoría de Malthus fue perdiendo credibilidad en Europa, donde se produjeron las exitosas revoluciones industrial y agrícola durante el siglo XIX, su aplicabilidad fue ganando seguidores en países menos desarrollados, cuyo crecimiento poblacional empezó a sobrepasar la expansión demográfica de Europa. Pero fue recién a mediados del siglo XX cuando el tema empezó a llamar la atención en el Perú, país que había nacido con abundancia territorial y más bien déficit poblacional.
Además, la República heredó un territorio que, tres siglos antes, había alimentado a una población del orden de nueve millones, seis veces mayor al millón y medio de habitantes que vio nacer la independencia.
Ese entusiasmo por poblar la Nación empezó a transformarse en preocupación cuando los censos de 1940 y 1961 constataron un explosivo crecimiento demográfico, lo que se sumó a las primeras olas de migrantes que dejaban el campo para instalarse en las ciudades.
Pero hubo una nueva idea que fue sumándose a esa interpretación: la de la extrema pobreza agrícola del país. Ciertamente, la costa peruana demostraba una extraordinaria capacidad productiva, pero, en un país dividido entre ricos y pobres, gran parte de la costa había sido asignada a la producción de divisas y servía solo indirectamente para la provisión de alimentos. La sierra, por el contrario, no daba más. De millón y medio de habitantes en 1821, la población peruana se había elevado a ocho millones a mediados del siglo XX, y a diez millones apenas a inicios de los años sesenta. La cifra demográfica sobrepasaba ahora a la probable población del Perú incaico, pero, además, adolecía del capital físico, y capacidad organizativa y coercitiva que sí existía antes de la conquista. Todo parecía indicar que la agricultura peruana había llegado a su límite productivo.
En 1961, el economista Virgilio Roel publicó un análisis de la economía agraria peruana cuya conclusión fue que el “agro no ha cumplido”. Esta interpretación de un agro que había llegado a su límite se volvió una verdad ampliamente aceptada. En los escritos de historiadores y analistas de la agricultura de esos años abundan las referencias a la “degradación” de la tierra, al “estancamiento” de la agricultura, y a indicios tempranos de hambruna (especialmente la que se produjo en la sierra sur entre 1956 y 1958). A mi criterio, el mejor análisis del agro de la sierra fue publicado en 1980 por el economista español José María Caballero, quien concluye que “la frontera agrícola parece agotada” .
Pero hoy, después de dos siglos de República, es otro amanecer. Enfrentamos múltiples retos y complicaciones de orden político y económico, pero no una escasez de alimentos, a pesar de ser ya una población de 32 millones. Es verdad que importamos algunos alimentos, pero la producción agrícola del país abastece más del 80% del consumo nacional, además de habernos constituido en una potencia agroexportadora.
¿Fue otro milagro de los panes? ¿O es que la combinación de infraestructura de conexión con nuevas tecnologías agrícolas han potenciado enormemente al pequeño productor, creando una multiplicación también geométrica?
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