Javier Díaz-Albertini

Hace dos días regresé de visitar a una de mis que se encuentra con cáncer avanzado en Houston, ciudad en la que ha vivido los últimos 40 años. Nosotros éramos seis hermanos; yo el tercero, ella la cuarta. Y nuestra cercanía no solo ha sido cronológica, también en afectos y complicidades.

Rápidamente me adapté a las costumbres y los ritos que han construido mi hermana y mi cuñado después de décadas de matrimonio y meses de enfermedad. Otra hermana me había sugerido, previo a mi primera visita en mayo, que fuera útil y no un estorbo. Son pocas las horas en las que se encuentra despierta, me remarcó, convérsale, atiéndela y, principalmente, engríela. Añadió que una de las principales maneras era preparando sus platos favoritos. Ha bajado mucho de peso, el tratamiento le da náuseas y se ha vuelto inapetente. Peor aún, su paladar está muy sensible y no soporta ciertos tipos de sabores.

Siempre me ha gustado cocinar y –por lo que dicen los convidados– lo hago bastante bien. Así que me dediqué a elaborar un menú contingente a cómo se sentía cada día. En mi primera visita, casi todos los platillos fueron peruanos, ligeramente modificados, para no afectar su gusto. Nos fue muy bien con el ají de gallina y el lomo saltado. Para el reciente viaje, sin mediar intención consciente, terminamos hurgando en nuestra niñez y adolescencia, en algunas de aquellas sazones que más definían el hogar que años atrás compartíamos.

Resulta que no eran platos sofisticados, sino aquellos repletos de una cotidianidad acogedora que disfrutamos antes de que dejáramos el nido como adultos. Preparé un tambor de papa, receta cubana que es similar al arroz tapado, pero con puré. También una papa a la huancaína con previa advertencia de mi hermana de que me mataba si dejaba una sola semilla de ají. No solo desvené y retiré cada semilla con esmero, sino que los dejé reposar en agua caliente varias veces. Finalmente, coincidiendo con el cumpleaños de mi cuñado, preparé una paella, pieza de resistencia de mi padre, que también era cocinero.

Siempre me felicitó por los potajes, pero estoy seguro de que no podía degustarlos plenamente. Digo esto porque veía cómo reaccionaba hacia otros alimentos y su lamento de no deleitarse como en el pasado. Entonces, ¿qué realmente estábamos compartiendo? Los . Es lo que nos une –como hermanos– con más fuerza que nunca en estos momentos tan difíciles. El presente es de dolor, medicamentos, poca movilidad. Ambos queremos huirle; ella durmiendo, yo haciendo como si no existiera. ¿El futuro? Bueno, las probabilidades juegan en contra.

Aprendí mucho sobre el futuro durante la semana que estuve con ella. No soy de ver programas en ‘streaming’. Muy contrario a mi hermana y a mi cuñado, que siempre siguen sus series favoritas después de la cena. Así fue como vimos –ante la insistencia de mi hermana– las tres temporadas del ‘Método Kominsky’, formidable drama-comedia sobre la relación entre el actor-profesor Kominsky (Michael Douglas) y su agente Newlander (Alan Arkin). Es una serie en la que los temas de la vejez, la enfermedad y la muerte se entremezclan con la amistad, el amor y la familia.

Debo confesar que al principio me sentía muy incómodo viéndola con mi hermana y mi cuñado. El cáncer y la muerte están presentes en cada episodio, especialmente los primeros, cuando fallece la esposa del agente. La tranquilidad de ella camino al deceso contrastaba con la ansiedad y desesperanza de su esposo, que termina encontrando consuelo en sus recuerdos, representados en los diálogos recurrentes y fantasmagóricos que sostiene con la difunta esposa.

Conversando con mi hermana siento que está bastante tranquila con la muerte. Y creo que no es solo porque será el fin de su sufrimiento, sino porque ha sido una buena persona que ha dejado hermosos recuerdos en los demás. Hoy día todavía podemos compartirlos con ella. Pero ella bien sabe que seguirán presentes en cada uno de los que deja atrás. Igual que los platillos familiares que preparé, lo esencial no era saborearlos ahora, sino rememorar un tiempo en el que todos estábamos presentes y podíamos disfrutarlos juntos.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima