Hugo Coya

Allá por el lejano 1494, el alemán Sebastian Brant publicó una sátira moralista acerca de la historia del Arca de Noé y dibujó al mundo como un inmenso barco con sus habitantes/viajeros que no sabían hacia dónde los llevaban. Esto, por supuesto, incluía al capitán, si es que había uno a bordo.

No se me ocurre nada más elocuente para describir los tiempos terribles que vive nuestro país con un que, en su intento por cortar las amarras de su pasado, giró el timón dramáticamente hacia la derecha y, para mantenerse a flote, hizo de la represión su mayor argumento con la consecuente muerte de casi medio centenar de compatriotas durante las protestas que se desataron.

Desde que asumió el mando por sucesión constitucional debido al frustrado autogolpe de Pedro Castillo y el final de su patético gobierno, la presidenta ha actuado, al igual que aquel capitán de “Das Narrenschiff” (“La nave de los necios”), como si se preguntara cada día qué hago aquí, cuál es la ruta, qué está pasando. De ser el caso, intentaré proporcionarle algunas pistas.

Juró cumplir su mandato hasta el 28 de julio del 2026, a sabiendas de la temeridad de sus afirmaciones y cuando al lado de su antecesor en la hoy ensangrentada Juliaca había manifestado que se iría de inmediato si Castillo dejaba el cargo.

Luego quiso apropiarse del discurso feminista y atribuyó los reclamos al machismo imperante por ser la primera mujer en llegar al poder. Después dijo que no entendía el porqué de las manifestaciones mientras las marchas enarbolaban enormes carteles y coreaban a voz en cuello exigiendo su salida.

Posteriormente, aseguró haber dado órdenes para que no se usaran armas letales cuando existían y existen suficientes evidencias de que varios de los fallecidos sucumbieron a balazos. A pesar de ello, no removió a ninguno de los responsables por contravenir sus supuestas órdenes, en caso ellas acontecieron.

Solo decidió pedir perdón y mencionó la palabra “diálogo” cuando su gobierno cargaba sobre sus espaldas un abultado número de fallecidos, pero lo hizo de tal manera que más parecía una pausa para separar una idea de una oración, sin dotarlas de la energía, el énfasis necesario.

Un pedido de perdón de la magnitud que el momento exige debía estar acompañado de actos concretos y la convocatoria de mediadores independientes ante la evidente pérdida de credibilidad de su gobierno. Así, sonó a mensaje hueco, no a una genuina decisión por enmendar el recorrido.

¿Creía que la virulencia de las protestas disminuiría al sumar un mayor número de muertos? ¿Que conseguiría la paz haciendo que los empleados públicos asistan a trabajar vestidos de blanco? ¿O haciendo videos que parecen salidos de un mal libro de autoayuda con un locutor de voz engolada invocando a calmar los ánimos? ¿O concediéndole a Evo Morales, al terrorismo y a las fuerzas extranjeras la capacidad de convocar a multitudinarias manifestaciones en el sur? ¿O afirmando que los manifestantes usaron armamento boliviano sin exhibir prueba alguna? ¿O mandando a comprar bombas lacrimógenas a Brasil?

Para nadie era un secreto que las protestas iban a ocurrir tras la salida de Castillo, aunque una pésima lectura de la situación, el mal manejo y una comunicación errática solo han contribuido a agravarlas. Basta con decir que el peor o el mayor error de este gobierno es haber demostrado una enorme indolencia ante las muertes producidas.

Fiel reflejo de los mensajes fallidos del Gobierno son los resultados de las encuestas divulgadas el fin de semana, que coinciden en señalar que la mayoría no ha endosado que los terroristas sean los principales responsables de los actuales sucesos. Lo que sí queda claro es que existe una aplastante condena al vandalismo y la percepción de que hubo excesos en el uso de la fuerza.

A lo largo de nuestra historia, millares de personas perdieron la vida, principalmente en los Andes, por represiones extremas y episodios en los que casi siempre ha sido difícil distinguir la verdad de la mentira, la justicia de la injusticia, la imposición del orden por medio del atropello a los derechos humanos.

Se suponía que la ahora jefa del Estado sabría entender mejor las demandas dado que había nacido en la región andina, habla quechua y asegura conocer los viejos anhelos de aquellos ajenos al poder, y hasta no hace mucho se proclamaba de izquierda.

Sin embargo, para todos los efectos, Boluarte y su gobierno han actuado y vienen actuando de modo similar a lo que antes criticaban, sumándose a esa estirpe de políticos que desde hace décadas pronuncian un discurso antes y cambian su desempeño después de ser electos. Esto explica, en parte, la grave crisis que padecemos, sumadas a las egobiernonormes desigualdades sociales y económicas.

Hacer política dentro de una democracia con mayúscula debería ser mostrar (y demostrar) que se piensa primero en defender la vida de todos los ciudadanos, incluso de aquellos que no estén de acuerdo con el ; que se cuenta con un rumbo de navegación clara, en el que priman la honestidad, la coherencia y el bien común.

Solo así Palacio de Gobierno y el Congreso dejarán de ser los eternos museos de ilusiones perdidas y, como ahora, un Titanic que parece ir rumbo al iceberg en un sangriento y doloroso viaje a ninguna parte.

Hugo Coya es periodista