Son muchas las voces amigas que me han reclamado por mi ausencia en los medios. A todos les he dicho lo que ahora pongo por escrito: mis análisis están imbuidos del espíritu crítico, que según el filósofo Immanuel Kant es la base del conocimiento y de la objetividad. Pero mi crítica se nutre también del optimismo, de la posibilidad de influir en el progreso del país y de aportar sugerencias y propuestas que, en situaciones de crisis políticas multidireccionadas como la que actualmente sufrimos, contribuyan a superar los problemas del Perú.
¿Sirve de algo ser propositivo y analizar las ventajas del diálogo, de los acuerdos programáticos, del refuerzo de los partidos y de las instituciones (en fin, de los consensos), cuando para todo ello no hay más que respuestas ambiguas, disfuerzos, condiciones y soberbias de triunfos y derrotas que se dan correlativamente? Yo no sirvo para ser la voz que clama en el desierto, y estoy seguro de que muchos colegas académicos piensan lo mismo. Y entonces, preferí callar porque hay momentos en los que solo el silencio es grande.
¿Qué es lo que pasa? ¿Es que los peruanos somos genéticamente violentos, desconfiados, indiferentes a la realización de proyectos de vida en común, hostiles ante la institucionalidad social, política y cultural? No lo creo, pienso más bien que el problema radica en las deficiencias educativas, en el débil trabajo que se hace para la formación histórica de la población, en las diferencias sociales (que son muchas y que, por ello, parecieran ser un mal menor), en el desconocimiento de la Constitución o en la inconsciencia de que somos un país pluricultural.
Si todo esto se presenta junto y revuelto, no resulta extraño entonces que existan tendencias a la falta de unión y conductas proclives a la corrupción.
Y esto nos lleva a reparar en el Estado que somos o, más bien, que no somos. En lo que la teoría y la historia definen por Estado. Siguiendo el análisis de Hobbes, el Estado surge o nace de ese acuerdo social que coincide en la necesidad de una autoridad ordenadora que estructura las relaciones del conjunto de ciudadanos, a partir de la ley y del común entendimiento del respeto a los derechos de cada uno. En un contexto así, la vida y la paz son la consecuencia del reconocimiento y el sometimiento a la autoridad, así como del respeto a la ley. El Estado centraliza la autoridad que administra el orden, la seguridad, la paz y los servicios necesarios para una coexistencia pacífica sobre un territorio determinado y habitado, que cuenta con fronteras seguras.
Así las cosas, el Estado es una necesidad. El Estado, además, se construye en el tiempo y se consolida a través de procesos convergentes basados en el respaldo de los pueblos que se integran en la construcción de un estado nacional. La pregunta es si, para el caso del Perú, esta es la pauta que hemos seguido a través de nuestra historia republicana. La respuesta es que nos ha faltado continuidad, perseverancia y estabilidad.
¿Nos faltó algo más? Muchas cosas más, entre las principales, la ausencia de una clase política capaz de asumir un proyecto nacional. Las veces en que esto se planteó, terminamos en luchas cuartelarias por el poder, en asaltos al erario por las ganancias que ello podía deparar a los efímeros generales que ocupaban palacio. Es decir; en corrupción, incapacidad para administrar el territorio con inteligencia y sensatez, traslado inorgánico de las instituciones políticas europeas o norteamericanas, defensa precaria de la herencia territorial, exceso de constituciones y desorden jurídico y económico. Esta lista, que no es exhaustiva, puede ser una explicación cabal para explicar por qué el Estado en nuestro país no nació ni creció orgánicamente. Por qué en algunos lugares había Estado y en otros no. Y por qué esto todavía persiste.
El Perú que nació con la independencia fue capaz de crear una república y tener gobiernos, pero ambas instituciones fueron débiles e inestables. ¿Por qué? Porque lo que no teníamos era Estado y el que tenemos ahora es completamente insuficiente. El pueblo rápidamente percibió que la improvisación no garantizaba la seguridad para todos por igual. En otras palabras, nunca se pudo crear un Estado de derecho. Y la democracia, así como los populismos demagógicos, fue incapaz de funcionar sobre bases de estructuras sólidas. En cada etapa de este Estado inorgánico e insuficiente, el tiempo se llevó gran parte.
La tarea de hacer del Perú un Estado sólido, estable, que cumpla con severidad las tareas de la integración y que deje de lado la confrontación sigue pendiente. ¿Qué esperamos para poner manos a la obra en la construcción del Estado Nacional?