"Lo único fáctico hoy es que tendremos unas elecciones congresales con resultados inciertos". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
"Lo único fáctico hoy es que tendremos unas elecciones congresales con resultados inciertos". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
Roberto Abusada Salah

Los últimos eventos políticos nos obligan a reflexionar acerca de las debilidades fundamentales que, una y otra vez, han postergado la aspiración del Perú de convertirse en una nación desarrollada. Vienen siempre a la memoria las explicaciones relacionadas con hechos del siglo pasado, como la fractura entre el Perú rural y el Perú moderno, o los efectos de la rivalidad ideológica bipolar durante los años de la Guerra Fría.

Sin embargo, hay otras debilidades mucho más relevantes en las circunstancias actuales sobre las que he escrito reiteradamente en estas páginas: la debilidad de las instituciones, la ineptitud del Estado y, sobre todo, la disfuncionalidad de la política. Es allí donde podemos encontrar las razones que han echado por tierra toda esa idea idiota acerca de la separación entre la y la política; idea proclamada por no pocos integrantes de nuestra clase dirigente. Afortunadamente, el consabido argumento de las ‘cuerdas separadas’ –que sugiere implícitamente que el auge económico puede convivir en medio del deterioro de la política– ha sido finalmente refutado.

Los hechos políticos de los últimos años muestran fehacientemente que un sistema político disfuncional siempre está detrás de los estados fallidos y que, más temprano que tarde, este acaba con cualquier éxito económico. Nadie podrá creer ahora que es posible sustentar el éxito económico si el sistema político permite el deterioro del imperio de la ley, de la educación, la salud, la seguridad ciudadana o la infraestructura. Nadie puede tampoco evitar que el contrato social se quiebre teniendo al frente todas estas carencias.

Después de 27 años, y una vez más en su historia, el Perú ha vuelto a romper la normal sucesión democrática en el poder. No importa lo que decida (si decide algo) el Tribunal Constitucional en la disputa entre el Ejecutivo y el . Un nuevo y enorme daño a la menguada institucionalidad ha sido consumado. Lo único fáctico hoy es que tendremos unas con resultados inciertos.

En medio del jolgorio popular, poco se discute (por ahora) el costo de la aventura en la que hemos sido embarcados. El crecimiento lento de la economía llegará solo al 2,5% o menos, la pobreza aumentará un punto porcentual, lo que se traduce en 320 mil nuevos pobres, la informalidad laboral seguirá aumentando y, con ello, la precariedad actual de los empleos seguirá sin resolverse. Más grave aún, vemos el próximo año sumido en la incertidumbre y la parálisis. Siguiendo su patrón establecido, al momento de las próximas elecciones la popularidad del presidente Martín Vizcarra habrá caído a un nivel igual o menor que el registrado con anterioridad a la disolución del Congreso. Ningún vistoso decreto de urgencia o escenificación populista podrá evitar este resultado, menos aún en ausencia de una oposición culpable sobre la que excusar la ineptitud gerencial del Gobierno.

Es difícil saber si el próximo Congreso será uno que mejore las cosas, ahonde los problemas o simplemente nos conduzca en la incertidumbre y la parálisis hacia las elecciones generales del bicentenario. En todo caso, en el 2020 nada muy distinto es de esperar en la esfera económica. Sin embargo, existe la potencialidad de un inicio de mejora si es que se consigue poblar las listas de candidatos al próximo Congreso con individuos (ojalá jóvenes) con vocación de servicio e intachable trayectoria. Las posibilidades de reformar la política son enormes. Se podrían enderezar los errores recientemente cometidos como los de la no reelección al Congreso o la no adopción del Senado. Se podrían instaurar distritos electorales pequeños que fomenten el rendimiento de cuentas de los elegidos ante sus votantes. Se podría establecer el voto voluntario, atacar los problemas de la regionalización y, quién sabe, evitar el sabotaje al régimen económico de la actual Constitución con el que sueña la izquierda conservadora. El crecimiento y el progreso vendrían, así, por añadidura.