(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Alfredo Bullard

La niña en la playa iba, una y otra vez, con su pequeño balde en la mano, a la orilla del mar. Lo llenaba de agua y corría sobre la arena caliente para descargarlo en su modesta piscina inflable. El padre observaba su tenacidad y le regalaba una sonrisa empática. Luego de varias decenas de viajes, la piscina estaba llena. Pero la niña no cejó en sus idas y venidas y siguió “llenando” su piscina a pesar que con cada volteada de balde solo lograba que un contenido equivalente se rebalsara sobre el borde y cayera en la arena. 

El padre se le acercó y le dijo en voz baja: “No te das cuenta de que la piscina ya está llena. Solo estás derramando agua en la arena”. La niña lo miró con ese gesto de censura que se dirige a quien no entiende lo evidente. “No te das cuenta de que quiero meter todo el mar en la piscina”. 

La infantil arrogancia de la niña, justificada por su inmadurez, la lleva a creer que es posible comprender la inmensidad y complejidad del océano en una piscina.  

La semana pasada escribí en esta misma página (“”, 20/1/2018) sobre el absurdo de la moratoria (prohibición) para la constitución de nuevas universidades y los esfuerzos regulatorios de mejorar la educación con ideas tan aparentemente brillantes como realmente inútiles. Como suele pasar, muchas personas, sin duda inteligentes (aunque otras no tanto), criticaron la idea. Me tildaron de ignorante, de no leer lo suficiente, de no revisar los números de lo que ha pasado con la educación, de no entender la calaña de las universidades privadas creadas bajo un régimen de libre iniciativa. 

Pero la inteligencia es una virtud muy peligrosa. Tiende a hacernos creer que podemos resolver todos los problemas, incluso aquellos que, como el mar, superan la capacidad de una pequeña piscina inflable para comprenderlo. 

Los invito a revisar en Twitter o Facebook estos comentarios, particularmente intensos, con mucho adjetivo y de ánimo claramente descalificador. Por supuesto que dicen poco (en realidad nada) de que las universidades públicas, manejadas por décadas por funcionarios con los mismos incentivos que tienen las personas que hoy pretenden regular, son un mayúsculo fracaso y que la educación universitaria ha estado históricamente sujeta a diversos y siempre fallidos esquemas regulatorios del que el sistema actual es solo una nueva variable. 

La inteligencia es la principal fuente de la arrogancia. Y la arrogancia es la fuente principal del error. El premio Nobel de Economía Friedrich Hayek llamó en su último libro a esta forma de pensar “La fatal arrogancia”. 

Como explica Jesús Huerta de Soto en el prólogo de la edición en español, la idea central del libro es que el socialismo y sus variantes regulatorias y planificadoras constituyen un error fatal de orgullo o arrogancia científica. Y es que es materialmente imposible para quien quiere mejorar la sociedad usando ingeniería social centralizada (lo que Hayek llama constructivismo) obtener toda la información y el conocimiento necesarios para cumplir su fin. La sociedad no es un sistema racionalmente organizado por una o un conjunto de mentes. Es un orden espontáneo generado por interacción descentralizada de millones de seres humanos. 

Las olas del mar y las mareas se mueven por infinidad de factores agregados que no pueden duplicarse metiendo agua en una piscina. Y la competencia, los mercados y la convivencia social son tan complejos e inmensos como el mar. Nuestra mente individualmente considerada es una piscina muy pequeña para comprender cómo interactuamos. El intento de llenar la piscina es un acto de arrogancia. El esfuerzo regulatorio suele ser exactamente lo mismo. 

Por el contrario, creer en los mercados y en una interacción social basada en la libertad es un acto de humildad. Es un reconocimiento de nuestra incapacidad para comprender un fenómeno complejo cuyo mérito no se encuentra en la inteligencia individual de un académico o un funcionario tras un escritorio, sino en un cerebro colectivo en el que cada ser humano debe reconocer que no es más que una simple neurona que, sola, no puede lograr nada realmente relevante. 

El “Yo solo sé que nada sé” no es, por tanto, ni socialista ni regulatorio. La frase de Sócrates muestra que el verdadero conocimiento exige una humildad que no es común en quienes son víctimas de la fatal arrogancia.