(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Santiago Roncagliolo

El extraño caso del congresista Miguel Castro es el gran misterio de esta semana. El errático fujimorista se presentó voluntariamente en la fiscalía para declarar contra su partido, pero luego anunció que anularía su testimonio. Se enfadó porque habían revelado su nombre en la denuncia, pero acudió a la televisión, donde además del nombre, enseñó el rostro. Negó en público cualquier actividad delictiva, pero admitió como testigo protegido su participación en una supuesta organización criminal. Y por último, se negó a renunciar a su partido, aunque reconoció que a lo mejor lo botaban.

Quizá el congresista Castro posea una sofisticada estrategia para evadir a la justicia y a la vez mantener su lugar en el fujimorismo. Pero me inclino a creer que simplemente está aterrado y va improvisando. Sus idas y venidas, sospecho, no prueban una aguda inteligencia sino una profunda desorientación.

No es de extrañar. Castro proviene de una agrupación que necesita instrucciones precisas para votar, para hablar y hasta para aplaudir, cuyos miembros no han terminado la secundaria o consideran que leer produce Alzheimer, y se han dedicado sistemáticamente a tumbar y acosar ministros de Educación, agregados culturales y a cualquier sospechoso de estar alfabetizado.

Concentrado en el acoso y derribo, el séquito de no creyó necesario demasiado refinamiento intelectual. Pero lo que mantiene unido a un partido son precisamente las ideas. Un grupo político puede ser de izquierda o de derecha, pero para actuar coordinadamente necesita creer en cosas. En las mismas cosas. La terminación ‘ismo’ le hacía creer al fujimorismo que tenía un proyecto. Pero solo tenía un apellido.

En los años noventa, con el Perú hecho pedazos y las ideologías del siglo XX en caída libre, era posible creer en el presidente superhombre. Papá Alberto anunciaba a los cuatro vientos que carecía de ideas –y casi de vocabulario–, se ufanaba de gestionar el país “como una empresa”, y así y todo, se podía colgar lustrosas medallas en economía y pacificación. Keiko olvidó que el mérito no viene en el ADN. Te lo tienes que ganar. Y es más difícil reinar en un país que no necesita un Mesías.

La heredera de la familia desaprovechó la oportunidad de consolidar el gran referente de la derecha peruana. El suyo podría haber funcionado como el Partido Popular de España, fundado por un ministro de Franco y heredero de un autoritarismo, pero capaz de presentar un proyecto de país en democracia. Y sin embargo, hasta hace un año, el único vínculo entre los fujimoristas era el indulto del ex presidente. Precisamente, una vez logrado ese objetivo, a los dirigentes no les quedaba más en común. Excepto, al parecer, sus negocios.

El Partido Popular, por cierto, también ha visto a muchos de sus líderes en prisión, incluso un vicepresidente. Y sin embargo, después de depurar a los presos, sigue vivo como institución. En el fujimorismo, después de las denuncias por lavado de activos... no queda nada. Como la carroza de Cenicienta a medianoche, los viejos camaradas se han convertido en testigos protegidos. Los perros de presa, en chuchos callejeros.

Durante años, Keiko ha dirigido la nave personalmente, con mano de hierro, armada solo con el apellido de su padre. No contrató a especialistas en navegación, ni consultó los mapas de vientos. No quiso sobrecargos ni lugartenientes. El barco iba tripulado solo por los ratones, que ahora han saltado por la borda y corretean entre las tablas del naufragio, sin saber hacia dónde escapar.