El concepto de “construcción social” define el pensamiento contemporáneo. Desde su impronta se revisó, criticó y transformó a muchas de las instituciones que eran asumidas como “naturales” y eternas, inmodificables. Así, por ejemplo, la esclavitud fue redefinida. De ser considerada un vínculo justificado por Dios y la desigualdad natural entre razas, pasó a ser valorada como una práctica infame que debería ser abolida, pues era una “construcción social” a través de la cual los poderosos y desalmados se apoderaban de los cuerpos –e intentaban lo mismo con las mentes– de la gente más vulnerable, en especial la población africana.
Otro tanto ocurre con la institución patriarcal que jerarquizó los sexos, colocando al hombre en un lugar de privilegio en función de su fuerza física y lo “estratégico” de sus capacidades en contraste con una supuesta simpleza femenina. El movimiento feminista ha “desnaturalizado” la jerarquía de los sexos, haciendo visible que la valoración negativa de la diferencia femenina corresponde a un deseo injustificable por validar la explotación y el abuso de las mujeres.
La perspectiva de la “construcción social” se fundamenta en el desarrollo del racionalismo y su afán por seguir preguntando, sin dejarse intimidar por los defensores de la arbitrariedad y sus apelaciones a supuestos mandatos divinos o leyes naturales. A partir del siglo XVIII, se bosquejó un horizonte optimista: gracias a la ciencia, el espíritu humano podría conducir al establecimiento de una sociedad justa, progresiva y solidaria. El otro pilar de esta perspectiva viene del romanticismo, especialmente de Rousseau, de la idea de que no existe una naturaleza humana, por lo que el principal límite para la felicidad es la capacidad de imaginarla.
Pero ahora las cosas están cambiando. La multiplicación del mal en el mundo hace inevitable constatar que la criatura humana está internamente desequilibrada. La acción no depende solo de lo voluntario sino también de motivaciones inconscientes que apenas conocemos. El mal nos fascina y arrastra de manera que la clásica imagen hobbesiana de “el hombre es el lobo del hombre” ha recobrado una actualidad que se percibe en el pesimismo de la época y en las fantasías pos-apocalípticas que se escenifican en las pantallas. Me refiero especialmente a las películas de zombis que representan una metáfora extrema pero significativa de la realidad del mundo de hoy.
La situación se agrava en los países más secularizados, donde la religión ya no es el relato que pone orden en el mundo y sentido en la vida. En este sufrido desconcierto se pierde de vista que el sacrificio, la culpa y el amor pueden seguir fundamentando vínculos que hacen significativa y luminosa la existencia humana. No se trata de entender el sacrificio a lo mártir, como una postergación automática del propio deseo, a cambio –quizá– de sentirse moralmente superior. Pero sí de una disposición a evaluar y, eventualmente, priorizar la necesidad del otro. Mucho de eso hacemos todos los días. Pero la ideología de la época nos manda a ponernos, siempre, por delante. En cuanto a la culpa hay que evitarla pues termina siendo autodestructiva. El déspota feliz es una figura falsa, aunque hoy atractiva, pues hacer el mal revierte en odio hacia sí mismo que difícilmente puede ser contenido por los intentos de autoengaño. Es el caso del feminicida que dice “la maté porque me estaba dejando y yo no puedo vivir sin ella porque la amo demasiado”. Una mentira en la que él no cree pues el amor supone el respeto, no ver al otro como propiedad. De ahí que el criminal suela confesar su culpa y aceptar su castigo.
Y el amor es, desde luego, el germen de la plenitud alcanzable por la criatura humana. No un amor romántico, idealizado, de esos que rápido se quiebran. El amor se funda en una comunicación abierta que renueva el entusiasmo del encuentro con el otro. Amar nos hace sentir bien pues gozamos de un espacio de ayuda mutua. La sinceridad reflexiva nos puede acercar y hacernos crecer juntos.
A la enorme fuerza del odio, que nos lleva a la amargura, solo podemos tratar de contraponer la aspiración a perdonar y amar. Aunque, finalmente, se trata de una decisión personal; de allí el título de este artículo. Pero no hay otra forma de impedir el regreso del salvajismo que hoy hace estragos por todas partes.