(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

En la consciencia histórica de los peruanos, nuestra gran guerra patria (aquella que cimentó el sentimiento de unidad nacional) no fue tanto la de la independencia, sino la , que este 5 de abril cumplió 140 años de su inicio. En la historia de cada una de las tres naciones que involucró (el Perú, Bolivia y Chile), ha sido el conflicto internacional más dramático; tanto por el número de muertos, cuanto por sus consecuencias. Entre las causas del enfrentamiento suele mencionarse el Tratado de Alianza Defensiva entre el Perú y Bolivia, firmado en 1873 por los gobiernos de Manuel Pardo y Tomás Frías, al que se invitó a integrarse a Argentina, pero no a Chile, con lo que parecía claro frente a quién pensaban los aliados que cabía defenderse.

Como en una tragedia griega, aquello que se quiso evitar terminó ocurriendo debido a las mismas acciones que quisieron evitarlo. Probablemente el gobierno boliviano de Hilarión Daza no hubiera instaurado el fatídico impuesto de los diez centavos, que detonó la guerra, si no hubiera existido el famoso tratado, que lo envalentonaba. Y sin el susodicho tratado, el Perú podría haber mediado efectivamente en el conflicto, evitando una guerra.

Cuando este cristiano calentaba las bancas escolares, solía citarse entre las causas un impulso expansionista chileno, ansioso por controlar más territorios y recursos naturales. Hasta hace más o menos un siglo, sin embargo, todos los países del mundo éramos, en ese sentido, expansionistas. Salvo el territorio, todo parecía ilusión. En gran parte ello tenía que ver con la dependencia que los gobiernos tenían de la explotación de los recursos naturales para sus finanzas.

Cuando un gobierno vive de los impuestos que pagan las personas por las ganancias que obtienen de su industria y del comercio, la ganancia territorial pasa a un segundo plano y lo que importa es que dichas actividades puedan desenvolverse exitosamente. Pero cuando el gobierno vive de la explotación de los recursos naturales –llámese petróleo, guano o gas–, el control del territorio que los contiene pasa a ser una necesidad vital. Más todavía cuando esta dependencia era, como en el caso del Perú del guano, totalmente directa. No es que el Estado de la época de Ramón Castilla o de José Balta viviera de los impuestos que pagaban las empresas exportadoras de guano, como hoy podría estar haciéndolo de las de cobre, sino que el guano mismo era un estanco; o sea, un recurso estatal.

Este tipo de economía pública tiene algunas ventajas: no se molesta a los ciudadanos con impuestos, que nunca se pagan de buen grado, ni hay que montar un organismo recaudador, eventualmente costoso y potencial madriguera de funcionarios corruptibles. Pero, sobre todo, tiene un gran defecto: el desafío de reemplazar al estanco que nutre al Estado cuando llegue el día, inevitable, en el que el recurso se agote o su consumo decrezca. En la década de 1870, ese día para el Perú estaba próximo y la gran turbamulta de esos años fue el debate respecto a cómo íbamos a reemplazar las menguantes entradas del guano.

Comenzar a cobrar impuestos, reformando de raíz el sistema fiscal, era una opción; quizás en el largo plazo la más conveniente, pero también la más complicada y costosa políticamente. Desde la independencia, la tendencia dominante había sido abolir los odiados impuestos “del coloniaje”, de modo que comenzar a remar en sentido contrario iba a levantar tempestades. La opción que estuvo más a tiro fue echar mano del salitre, convirtiéndolo en un estanco, siguiendo el modelo del guano. Para eso, hubo que expropiar a los empresarios salitreros del sur, y para pagarles se endeudó el Tesoro Público y se inundó la economía con la novedosa moneda de papel, que los banqueros aseguraban que iba a ser mejor que las vigentes monedas de plata.

Entre el estanco del salitre y el Tratado de Alianza Defensiva de 1873, suscritos con una diferencia de solo unas semanas, parece que hay un hilo tendido, y que la retribución que Bolivia iba a entregar al Perú, a cambio de que nuestro país asumiese su defensa militar, eran facilidades para que la Compañía Nacional del Salitre, entregada a los antiguos consignatarios del guano, pudiese explotar los yacimientos de Antofagasta, de modo que el Perú pudiese montar un monopolio del salitre, como en su día lo tuvo del guano.

Todo ello era legal y, para el Perú, podía resultar conveniente. Pero también entrañaba, como luego se demostró, un juego de alto riesgo, puesto que para que la compañía salitrera peruana controlase los yacimientos de Antofagasta, había que desalojar a los empresarios chilenos ahí instalados desde hacía décadas. Quizás en el servicio de inteligencia peruano nadie detectó que los principales accionistas de las compañías chilenas eran la élite gobernante de este país, de modo que entre sus intereses y los del Estado Chileno había ya no un hilo, sino un sólido nudo. Por eso creo que esta guerra merece ser llamada “del salitre”. Llamarla “del Pacífico” alude simplemente a un escenario geográfico, en el que en parte discurrió; llamarla del salitre señala lo que fue su causa y motivo.