¿El fin del trabajo?, por Ignazio De Ferrari
¿El fin del trabajo?, por Ignazio De Ferrari
Ignazio De Ferrari

El debate sobre el rol de la tecnología en el trabajo es casi tan antiguo como la industrialización misma. Ya en 1786, los obreros textiles de Leeds, en el norte de Inglaterra, protestaban contra la introducción de máquinas en las líneas de producción que ponían en riesgo sus puestos de trabajo. En años recientes, los avances de las tecnologías de la información y la inteligencia artificial han vuelto a poner el tema en la agenda. 

De un lado del debate, economistas como Robert J. Gordon, de la Universidad North-western, consideran que se exagera el impacto de las nuevas tecnologías. Enfocándose en el caso de Estados Unidos, Gordon muestra que la productividad se ha estancado en la última década, pese a que la automatización debería haber generado el efecto contrario. 

En la acera de enfrente, economistas como Erik Brynjolfsson del MIT y especialistas en tecnología como Martin Ford, argumentan que la automatización constituye ya hoy una amenaza real. En China, donde el costo de la mano de obra es más bajo que en Occidente, el uso de robots creció 54% entre el 2013 y el 2014. En Estados Unidos, el porcentaje de trabajadores en el sector manufactura cayó de 20% en 1980 a 8% este año. Parte de esta reducción se debe al avance tecnológico. Y lo peor está por venir. Según un estudio de la Universidad de Oxford, el 47% de los puestos de trabajo en Estados Unidos están en riesgo de desaparecer debido a la automatización.

Como recuerda el premio Nobel Paul Krugman, hasta hace poco el consenso era que el desarrollo tecnológico incrementaba la demanda por trabajadores altamente calificados. La solución era mejorar los niveles educativos. Sin embargo, los nuevos avances sugieren que incluso profesionales universitarios están en riesgo. En esencia, cualquier actividad rutinaria podría ser automatizada. 

Políticamente, el desarrollo tecnológico constituye un enorme desafío para las sociedades occidentales. La automatización amenaza profundizar las desigualdades entre quienes acceden a puestos que requieren pensamiento creativo y quienes pierden la pulseada frente a las máquinas. Y también entre los dueños de los robots –el capital– y los asalariados –el trabajo–. La democracia no está pensada para contextos de polarización social excesiva como los que podrían generar estas nuevas desigualdades socioeconómicas. Si la democracia se ha enraizado en Norteamérica y Europa a diferencia de América Latina, es en gran medida porque las primeras han sido sociedades más igualitarias.

Por otro lado, además de ser la principal fuente de ingresos para las grandes mayorías, el trabajo es una fuente de estatus e identidad. La ausencia del trabajo como mecanismo de cohesión social para importantes sectores nos obligaría a repensar la forma en que medimos la contribución de cada individuo en la sociedad. Y nos obligaría también a pensar en nuevas formas de realización personal.

¿Nos espera un futuro distópico? Para que este no sea el caso es necesario romper ciertos paradigmas. Economistas de diferentes tendencias coinciden en que una automatización a gran escala haría también necesaria una redistribución a gran escala. Una idea que cobra cada vez más fuerza es la de un salario básico para todos los adultos. Como sugiere Martin Wolf del “Financial Times”, este podría ser financiado, en parte al menos, gravando la propiedad intelectual y malas prácticas como la contaminación ambiental. Un ingreso garantizado podría incentivar a los ciudadanos a tomar más riesgos y a perseguir aquello que los haga realmente felices. En definitiva, a innovar.

Si en las próximas décadas el avance de las máquinas sobre el trabajo humano se vuelve imparable, serán las instituciones políticas las que determinen qué escenario se materializa. En otras palabras, la utopía o la distopía dependen de los consensos políticos a los que se lleguen. La tecnología en sí misma no tiene por qué dictar el futuro.