(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Richard Webb

Leía una historia de la llegada de los ferrocarriles a la costa del Perú, durante el siglo diecinueve. El nuevo medio de transporte, recién inventado, abarató y facilitó el movimiento de producto y contribuyó al auge en la exportación de minerales, y del algodón, el azúcar y la lana. Pero el autor de la obra, economista titulado y profesor de una prestigiosa universidad, resta importancia al enriquecimiento que resultó por efecto del mayor movimiento económico, argumentando que se trataba de un excedente resultado “no de una actividad productiva sino más bien de una pura actividad comercial”.

Adam Smith tiene gran parte de la culpa del ninguneo a los servicios. Según Smith, un trabajo solo es productivo si se encarna en un “bien”, como sucede en una fábrica. El trabajo del músico, cocinero, payaso, soldado e incluso, del gobernante no serían productivos. Esta diferenciación entre las actividades de la industria y de los servicios fue recogida y realzada por Marx, multiplicando el error de Smith.

Pero el ensalzamiento de la manufacturera se apoya también en una segunda raíz. Se trata del papel histórico que jugaron las fábricas en el despegue económico, primero de Inglaterra durante el siglo XVIII, y luego en Estados Unidos y Europa durante el XIX, despegue al que se le conoce, justamente, como “revolución industrial.” Queda claro que, históricamente, las fábricas fueron los ‘strikers’ en el partido contra la pobreza, consecuencia del tipo de avances tecnológicos de esos años y que en gran parte se concibieron especialmente para elevar la productividad de las maquinarias usadas en las fábricas. No sorprende, entonces, que el término “industrialización” se haya vuelto sinónimo del despegue económico buscado por los países del tercer mundo.

Sin embargo, la versión comúnmente aceptada acerca de la revolución industrial, en la que la industrialización es prácticamente sinónimo de desarrollo, nos puede despistar, tanto cuando interpretamos el pasado –como en el argumento acerca de los ferrocarriles del siglo XIX– como cuando queremos fijar lineamientos de política para el desarrollo futuro.

La comparación con el equipo de fútbol lo dice todo. Sabemos perfectamente que, a pesar de la atención que reciben los goleadores, ganar un partido es obra de once jugadores. En el caso de una economía, existen experiencias de actividades que despuntan individualmente, como los hallazgos de petróleo o yacimientos de algún mineral, y que pueden ser explotadas casi aisladamente del resto de la economía. Pero más comúnmente el desarrollo de una actividad requiere de los aportes de otros componentes de la economía y de la sociedad. Esa concurrencia de diversos sectores y actividades, como la de los once jugadores de la selección, es la clave del éxito.

Un indicio de esa interdependencia la encontramos en los datos que revelan las estructuras productivas de los países. Contradiciendo la idea de una equivalencia entre desarrollo e industrialización, se descubre que las actividades largamente dominantes en los países ricos son los servicios, que hoy producen 75% del PBI total, mientras que la manufactura es apenas 20%, tendencia que sigue aumentando. En Estados Unidos, los servicios generan incluso 79% del PBI y 86% del empleo. En Alemania y Japón, dos naciones que se consideran casi arquetipos del éxito industrial, el porcentaje del empleo dedicado a los servicios llega a ser 80% y 82% respectivamente.

En general, se empieza a entender que el desarrollo depende no de la creación de una u otra actividad en particular sino de la existencia de una plataforma institucional y de servicios necesarios para cualquier actividad. Las ciudades cumplen gran parte de esa función, de tener a la mano una multiplicidad de proveedores de los bienes y servicios necesarios para una actividad en particular, permitiendo de esa manera una constante evolución de actividades que aprovechan las cambiantes oportunidades del mercado. La trama central de esa plataforma son los distintos medios de comunicación y de transporte, pero son centrales también los proveedores de seguridad, de financiamiento y la cercanía de las autoridades con quienes es necesario dialogar continuamente para definir las múltiples interpretaciones legales que requiere toda actividad.

Entender la función central de la plataforma de servicios nos ayudaría también a lograr una apreciación más completa de nuestra historia. El criterio generalizado de que el siglo XIX fue un siglo perdido para el desarrollo económico peruano, sustentado en gran parte en el poco crecimiento de industrias manufactureras, como afirmaba el autor citado en esta columna, debe ser complementado con una mirada más integral a los avances logrados en cuanto a la creación de esa plataforma productiva, incluyendo medios de transporte, bancos, talleres mecánicos, y una institucionalidad más estable y previsible. La creación de ese conjunto de facilidades y servicios tiene que ser el objetivo principal de una política de desarrollo. La tarea del historiador, entonces, es complicada porque no todo el avance es fácilmente visible, como sucede cuando ha llovido en el desierto, y una semilla de algarrobo, fertilizada por una cabra y enterrada en la arena, toma vida debajo de la tierra para finalmente brotar más adelante.