Carmen McEvoy

“Toda vida consiste en muchos días”, nos recordó James Joyce en “Ulises”, una obra monumental que le tomó siete años escribir (entre Zúrich y Trieste) y que, la semana pasada, cumplió 102 años de concluida en París, donde finalmente vio la luz en el día del cumpleaños de su autor. Y es que, siguiendo el razonamiento de un dublinés genial, aunque incomprendido en su patria de origen, “caminamos a través de nosotros mismos” enfrentando “ladrones, fantasmas, gigantes, viejos, jóvenes, esposas, cuñados adulterinos” y, por ahí, en un golpe de conciencia algún fragmento de lo que somos en realidad.

Ciertamente, toda experiencia humana es, al fin y al cabo, un viaje personal de autoconocimiento que demanda un alto nivel de honestidad. De esta fascinante odisea individual dio cuenta Joyce en el “Ulises”, pero también en “Los muertos” (el último cuento de su extraordinario “Dublineses”), donde se propuso penetrar –en especial, en su párrafo final– en la mente de un atormentado Gabriel Conroy en el contexto de una nevada que cubrió la planicie central irlandesa, pero también las colinas sin árboles, el mar negro y amotinado y las centenares de cruces de las tumbas de una isla, en manos del Imperio Británico. En dicho relato, Joyce le tomó el pulso al sentir de un personaje atrapado por un destino, al parecer inevitable, pero también por decisiones estrictamente personales. Así, el “alma” de Gabriel irá lentamente “desvaneciéndose” al escuchar la nieve caer a través de un universo que no hace más que recordarle el final inexorable que le espera no solo a él, sino “a todos los vivos y a los muertos” de la trágica Erin.

Mientras Joyce, universalizó a Dublín e incluso visibilizó la amargura, frustración y fatalismo de sus habitantes, Juan Ramón Jiménez, su contemporáneo, extendió la búsqueda joyceana señalando que existía una versión alternativa de cada uno de nosotros, que no solo era mucho más luminosa sino, además, poco conocida a pesar de que nos habitaba. El Premio Nobel de Literatura español, a quien muchos descubrimos en su entrañable “Platero y yo”, develó en su magnífico poema “Yo no soy yo” a un otro que “callaba sereno”, cuando su némesis se empeñaba en vociferar y que perdonaba cuando el odio tomaba por asalto la mente de quien convive con él e incluso, en palabras de Jiménez, le sobreviviría cuando todo acabara. Resulta obvio que el exilio de Joyce, quien nunca regresó a ese Dublín de su imaginación y sus pesares, lo marcó de por vida. Y, por ello, su obra expresa no solo la ausencia física y emocional de una nación marcada por la diáspora, sino también la huella imborrable de una cultura católica que, junto con la tutela imperial, asfixiaba a las mentes creativas impidiéndoles la trascendencia y negándoles el reconocimiento anhelado. “He puesto tantos enigmas y acertijos que la novela (refiriéndose a ‘Ulises’) mantendrá ocupados a los profesores durante siglos, discutiendo acerca de lo que quise decir. Esa es la única manera de asegurarse la inmortalidad”, señaló Joyce. En el caos de las mentes de sus personajes, siempre dialogando con ellos mismos, el autor descubre sus múltiples rostros pero también la complejidad de un mundo sufriente.

Invadida y humillada en un sinnúmero de ocasiones, Irlanda resistió de todas las maneras imaginables y de ello dio cuenta la alegría y fortaleza de una de sus hijas más entrañables. “Irlanda portátil” es como denomina el escritor a la mujer con la que sostuvo una relación no convencional y con la que mantuvo una correspondencia altamente erótica que expresa la confianza inmensa que se tenían. Nacida en Galway, Nora Barnacle, una modesta camarera de un hotel en Dublín, inspirará el personaje joyceano de Molly Bloom. “No hay partícula de mi amor que no sea tuya”, le escribe el innovador literario, expresando su necesidad de darle todo, desde su conocimiento, emociones, remordimientos hasta sus esperanzas. Esa “alma honorable” de Galway condensaba para el dublinés las imágenes de la belleza del mundo, de la vida y de la pureza espiritual en las que creía, en la utópica Irlanda de su infancia. “Nora era muy fuerte, ella era una roca y pienso que Joyce no hubiera podido escribir ninguno de sus libros sin ella”, recordaría años después y con orgullo su nieto. Vaya esta columna en homenaje a las bodas de plata de las relaciones diplomáticas peruano-irlandesas y en recuerdo de mi paso por la Embajada del Perú en Irlanda, en el que recorrí el Dublín de Joyce. ¡Fueron tiempos de aprendizaje e inmensa felicidad en la tierra de mis ancestros!

Carmen McEvoy Historiadora